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UNA RECETA CONTRAINDICADA

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Jorge Enrique Robledo

Manizales, 27 de abril de 1989.

Imposible sustraerse a la invitación del Dr. Samuel Hoyos Arango, en el editorial de La Patria del 17 de abril pasado, para que la ciudadanía debata las últimas recomendaciones del Banco Mundial sobre el comercio exterior colombiano. Es tanto lo que está en juego que, como él lo afirma, la discusión no debe “limitarse a las autoridades gubernamentales”. Ya el decano de la Facultad de Economía de la Universidad de los Andes, Eduardo Sarmiento Palacio, calificó la política como de “salto al vacío”, al tiempo que el mismo Dr. Hoyos la señaló como una “propuesta tan atractiva como peligrosa”. Y el exministro Antonio Álvarez afirma al respecto: “Hay veces en que es necesario decir no, amistosamente, cordialmente, pero con una buena dosis de firmeza”.

 

En resumen, y según publicación del diario La República, el Banco Mundial aboga por eliminar las licencias de importación y los subsidios a las exportaciones, mientras le concede a la tasa de cambio el poder “principal” para proteger la industria nacional de la competencia externa y para penetrar con sus mercancías en los mercados extranjeros. En palabras de Sarmiento Palacio, “se trata de un nuevo intento de desmontar la protección para someter la economía a la competencia internacional”.

 

Nadie discute los aspectos positivos de los negocios entre las naciones. Resultan obvios los problemas de los desarrollos autárquicos. Pero sí pueden debatirse las características del intercambio y, sobre todo, cómo lograr que este garantice el beneficio recíproco, base inmejorable de cualquier relación internacional. Y el beneficio recíproco no debe orientarse por unas supuestas conveniencias inmediatas, sino que debe guiarse por los intereses estratégicos del conjunto de la sociedad. Poco lograríamos si, por ofrecerle al consumidor unas mercancías hoy más baratas, se sacrificara el actual desarrollo industrial y agropecuario y la creación de una base material completa que permita, en el futuro, romper nuestra exagerada dependencia de la importación de bienes y servicios.

 

De acuerdo con lo anterior, hay que preguntarse: ¿sin una adecuada protección, sobreviviría la actividad agroindustrial a la competencia de los productos foráneos? ¿Debe renunciarse abiertamente a los subsidios como un mecanismo para penetrar en los mercados extranjeros?

 

En los dos casos habría que responder negativamente. Son tan abismales las diferencias de productividad del trabajo entre las potencias industriales y los países como el nuestro, que el libre movimiento de las mercancías puede desbarajustar la economía nacional. Pero, además, se sabe que la “libertad de comercio” que pregonan los países desarrollados termina ahí en donde les conviene a sus particulares intereses. Dos ejemplos ilustran la situación: un estudio realizado para Fenalce indica que los subsidios a los productos agrícolas de las potencias occidentales se acercan a la astronómica suma de ¡cien millones de dólares! Y Fedesarrollo explicó, en su libro Economía cafetera colombiana, que “el incremento de exportaciones de café procesado podría llegar a ser motivo para medidas discriminatorias”, de acuerdo con la Ley de Comercio norteamericana.

 

Aquí no caben ilusiones. Quien no defienda lo suyo corre el riesgo de perderlo todo. La historia de los países que lograron superar el atraso es, en buena medida, la historia de cómo se aseguraron –de una u otra manera– su mercado interno. Nadie puede soñar siquiera con el ingreso en los mercados mundiales si primero no se garantiza la posesión del suyo. La cosa es al revés de como propone el Banco: Colombia no padece por el proteccionismo sino por su carencia. Los industriales del campo y la ciudad han debido desarrollar su casi quijotesca labor mientras observan cómo las mercancías importadas y el contrabando les saquean el mercado. Las demasías proteccionistas –si existieren– deben atenderse cuidadosamente pero sin arriesgar lo que se ha conseguido. Es de orates destruir la riqueza creada.