En La Patria del 16 de mayo de 2004, el ministro que negoció el TLC con Estados Unidos fue capaz de decir: “mil y mil gracias por los subsidios (agrícolas extranjeros), porque nos permiten, por ejemplo, comprar trigo barato convertirlo en pan y pasta, que son productos de consumo popular”. Y fue capaz de agregar que exportando petróleo y carbón financiaríamos las importaciones, incluidas las industriales, falacias que imponen las potencias económicas globales, las cuales, precisamente, son potencias porque en sus países nunca han actuado así. Ni bobos que fueran.
Así, con los TLC solo podía ocurrir que se agravara el desastre de la apertura de César Gaviria, es decir, el masivo reemplazo de producción y trabajo nacionales por producción y trabajo extranjeros, como lo prueba el carácter deficitario de los ingresos y egresos en dólares del país, a pesar de la plata del narcotráfico y las remesas de los colombianos en el exterior y que la deuda externa haya crecido más de cinco veces desde 1995, al pasar de 26.341 millones de dólares a 165.651 millones en 2021.
Si además se observan el desempleo, la informalidad y los desempleados expulsados de Colombia tendrá que concluirse que sí han tenido éxito en su decisión de sustituir trabajo nacional por extranjero. Porque ya antes de la pandemia había 12 millones de colombianos que querían trabajar y no podían y el 60 por ciento laboraba en la informalidad, en tanto la pobreza y el hambre nos abrumaban y abruman. ¡Y, desde la apertura, cuatro millones de compatriotas tuvieron que irse del país porque no pudieron conseguir trabajo aquí!
Queda por mirar la falacia de otorgarle una importancia desproporcionada a comprar cosas baratas, la única defensa que les queda a los tecnócratas neoliberales de su modelo económico, todos los cuales, hay que decirlo, nunca han sentido los mordiscos del desempleo, la pobreza y el hambre, ni la indignidad que imponen esas desgracias. Qué respondería un colombiano del común si le preguntaran: “¿qué prefiere: empleo e ingresos con bienes un poco más costosos o desempleo y pobreza con bienes algo más baratos?” Porque aún si las vitrinas estuvieran llenas de bienes más económicos, ocurre que las gentes están ñatas de tener las narices pegadas a ellas sin poder comprar lo que les ofrecen.
Que las cosas importadas son siembre más baratas para el consumidor, también hay que mirarlo con escepticismo, y no solo porque los efectos de la pandemia dejaron en ridículo esa soberbia, al confirmarse que sí podían hacer crisis las relaciones del comercio internacional –¡y contra la seguridad alimentaria!–, amenaza que algunos llevamos treinta años denunciando como parte del diseño regresivo de la globalización neoliberal.
Porque aunque los productos del agro se importen más baratos, ello no obliga a que así les lleguen a los consumidores, dado que puede suceder, y sucede, que esos menores precios no se les trasladen en todo o en parte, sino que se conviertan en sobreganancias de importadores y procesadores. Pero incluso si fuera cierto que resultan más baratos, pero al costo de destruir la producción y el trabajo nacionales, ¿no es absurdo que un país como Colombia renuncie a producir y a generar empleo y riqueza porque aparecieron minerales –¡bienes no renovables, además, que desaparecerán!– capaces de financiar esa destrucción?
Ningún país exitoso se ha construido aplicando estas políticas. Esto se sabe desde hace muchos años. O ignoran mucho o engañan mucho quienes se empecinan en sostener teorías que nos imponen desde afuera y en contra de los intereses nacionales. Si algo puede demostrarse hasta la saciedad es que el gran subdesarrollo del país tiene como causa principal que nos han gobernado decidiendo en contra de las principales enseñanzas de los países que dicen imitar.
Y estos treinta largos años han confirmado en Colombia lo que ya se sabía: con frecuencia, y en particular en la vida de los países, lo barato sale caro.
Bogotá, 19 de diciembre de 2020.