Jorge Enrique Robledo Castillo
Contra la Corriente
Manizales, 22 de abril de 1996.
Aparentemente, el único problema de Colombia en Urabá son los impresionantes horrores con que la violencia entrecruzada martiriza a su aterrada población. Sin embargo, autorizados comentaristas de los sucesos del país vienen alertando sobre una amenaza no menos tenebrosa que se cierne sobre esa esquina del territorio nacional.
El editorial de El Espectador del 17 de marzo pasado, luego de denunciar que “los empresarios del poder metropolitano pregonan a todos los vientos la desaparición de las soberanías nacionales” y que en la descertificación “se encuentran ocultos los habilidosos recursos a los que ha venido acudiendo la gran potencia en detrimento de nuestra integridad territorial”, dijo: “cómo se advierte la inminencia de la extensión de la teoría imperialista del destino manifiesto a una parte tan sensible de nuestra integridad territorial como es la región de Urabá, ante la posibilidad de la construcción del nuevo canal interoceánico entre los océanos Atlántico y Pacífico”. Por su parte, el general (R) Álvaro Valencia Tovar afirmó que “a Urabá podemos perderlo cualquier día, como perdimos a Panamá. El ‘Nuevo Orden Mundial’ trazado a la medida de quienes tienen el poder para dictarlo, acomodándolo a sus propios objetivos, da para todo. Inclusive, para fabricar argumentos explicativos ante los cuales el mundo se encoja de hombros” (El Tiempo, 27 de abril de 1996). Una mención sobre este riesgo también expresó Abdón Espinosa Valderrama (El Tiempo, 6 de abril de 1996) y algo similar plantearon en la televisión los dos principales oficiales a cargo de las fuerzas armadas.
Así las cosas, todo se podrá decir menos que quienes colocaron el tema sobre el tapete no son personas informadas, cuyas opiniones puedan desdeñarse alegremente.
Además, no hay que fundir una neurona para entender que un canal a través de Urabá sería uno de los grandes negocios del Siglo XXI y que esa obra le daría a la potencia que la poseyera una ventaja estratégica frente a sus competidores. Ante las cada vez mayores e irremediables limitaciones del Canal de Panamá para usos comerciales y militares, el único defecto que para la Casa Blanca tendría una vía interoceánica a través de Colombia sería que en ese territorio no estuviera izada la bandera de las barras y las estrellas, como sí ocurre en el Istmo desde que nos lo arrebataron en 1902. Y tampoco es de desdeñar el creciente interés en el inmenso banco genético que existe en el Darién. Su importancia actual y futura es tanta, que el embajador Frechette ya señaló que “su país está interesado en proteger y salvar este recurso de la Humanidad” (El Tiempo, 17 de abril de 1996).
Lo que pueda terminar ocurriendo en Urabá es difícil predecirlo. Pero sí hay cinco hechos que no tienen discusión: en esa porción de nuestra geografía puede construirse un canal; el interés del gobierno de Estados Unidos en la vía resulta obvio; ya ha habido pedidos para estacionar tropas extrajeras en la zona; nunca había sido tanta la confusión y el desorden de la dirigencia del país responsable de mantener la integridad nacional; y en río revuelto…
Claro que en favor de los sagrados intereses nacionales podría actuar el que todos los interesados en el tema pensáramos que la historia también puede darse al revés de cómo se dio hace un siglo, cuando los dirigentes de aquí justificaron su vergonzosa pasividad por los agudos líos políticos internos y los de allá agredieron seguros de su impunidad.