Jorge Enrique Robledo Castillo
Manizales, 12 de febrero de 2004.
La decisión del presidente Álvaro Uribe Vélez de enviar a sus escuderos a promover, otra vez, su reelección presidencial es un hecho que, por su gravedad para la democracia que rige en Colombia, debe ser juiciosamente analizado, y más porque estos andan hasta en el sospechoso ridículo de presentar a su jefe como el Mesías que esperaban desde 1819. Para ello, conviene separar el propósito de reelegir al actual Presidente de la reelección en general en un país como el nuestro.
Reelegir al Presidente de la República, posibilidad que está expresamente prohibida en la Constitución Política de Colombia dadas las amargas experiencias al respecto en el país, significaría una violación descarada de las reglas del juego con las que Uribe Vélez llamó a votar por él, que establecían –y establecen– que su mandato termina en 2006. Y a quienes, afectados por el ambiente de descomposición nacional, dicen que este es un asunto de poca monta, hay que recordarles que una de las líneas que separan a los demócratas de quienes no lo son marca el respeto de las normas previamente aceptadas, así como el principio de que estas no se modifican en beneficio propio. Si algo causa justo repudio en el país son las andanzas de quienes usan su poder económico y político para tramitar en el Congreso reformas a su acomodo, las cuales, como es obvio, siempre se presentan con “los más altos propósitos”.
La otra discusión tiene que ver con si es conveniente la reelección inmediata de un Presidente –de cualquiera– en Colombia, que sería el único debate que habría que hacer si Uribe y los uribistas hubieran hecho su propuesta para aplicarla luego de las elecciones de 2006. Pues bien, esa reelección es tan perniciosa que no conviene ni siquiera cuando quienes la proponen no tienen como objetivo de corto plazo atornillarse en el poder presidencial, que es el poder supremo del Estado y el que origina y sustenta los restantes poderes económicos y políticos. Esa posibilidad conduciría a que el Presidente, con su corte palaciega, convirtiera en su principal razón de ser el reelegirse, para lo cual deberá poner todavía más el presupuesto nacional a su servicio, someter aún más a los grandes medios de comunicación a su arbitrio y avasallar de una vez por todas a sus contradictores.
Y lo más grave no sería lo que haría para reelegirse, sino lo que tendría que hacer para mantenerse durante ocho larguísimos años en la Presidencia. Porque hasta podría ocurrir que se reeligiera con relativa facilidad, abusando de sus poderes y sus demagogias. Pero es obvio que ya para el año quinto, sexto o séptimo ni la más habilidosa de las manipulaciones lograría impedir que el descontento creciera, repudio que inexorablemente recibiría como respuesta el incremento del autoritarismo y la represión ¿Alguien se imagina lo ocurrido si el mandato de Andrés Pastrana hubiera sido de ocho años? Y la política económica y social de Uribe Vélez es igual o peor a la de su antecesor, como bien lo muestra su propósito de suscribir el Alca y el tratado de “libre comercio” con Estados Unidos.
Por otra parte, a quienes, por astutos o por inocentes, dan como “gran” argumento para orquestar la reelección de Uribe la supuesta popularidad que le asignan las encuestas, hay que decirles que esa hipótesis tampoco los autoriza para atropellar las normas establecidas ni convierte en conveniente la reelección en general. Y la teoría es mala, entre otras cosas, porque incluso la historia de los peores dictadores muestra que estos asaltaron el poder en buena medida porque gozaron del favor popular, respaldo que en el caso de Hitler y Mussolini no se expresó con encuesticas sino con movilizaciones descomunales y actos de auténtica veneración, los que, por supuesto, lo único que de verdad comprobaron fue su gran capacidad de manipulación. Y lo mismo sucedió con Fujimori, ese histrión corrupto que, asociado con Montesinos, sojuzgó a los peruanos.
Otro argumento en contra de la reelección en general, y de Uribe Vélez en particular, fue el respaldo que le dio William Wood, embajador de Estados Unidos en Colombia, quien, al igual que hizo en el debate sobre el referendo en el que tanto abusó el Presidente, volvió a actuar como virrey con la anuencia del gobierno, en razón de que la primera norma de las relaciones diplomáticas entre dos naciones soberanas rechaza la intromisión de la una en los asuntos internos de la otra. Y porque es obvio que cuando este opina lo hace a partir de la tesis de que “los gringos no tienen amigos, sino intereses”. Los de ellos, como se sabe.