Jorge Enrique Robledo Castillo
Profesor Titular
Universidad Nacional de Colombia, Sede Manizales
Manizales, 12 de diciembre de 2000.
Según lo muestra también la situación cafetera, en la globalización neoliberal hasta las peores pesadillas pueden volverse realidad: la cosecha nacional se redujo a casi la mitad entre 1992 y el 2000, de la Flota Mercante Grancolombiana —otrora la principal empresa de los cafeteros y del país— no quedó ni una canoa y hasta se embolató la plata de sus pensionados, el Bancafé se quebró y el Estado se quedó con él, el déficit del Fondo Nacional del Café llegará a 220 mil millones de pesos al finalizar este año y, en el colmo de los colmos, el gobierno intentó autorizar importaciones del grano al territorio nacional y Colombia fue desplazada por Viet Nam como segundo productor del mundo, puesto que ocupó por más de un siglo.
Ante estos hechos, y con mayor o menor franqueza, los neoliberales están insistiendo en que la “solución” es eliminar los precios de sustentación, lo que en este momento implicaría una baja del precio interno del café en un 30 por ciento(!), y entregarles todas las exportaciones colombianas a los intermediarios privados, quienes son simples agentes de compras de las transnacionales. Y en su propósito de justificar que se les aplique hasta el colapso final el “sálvese el que pueda” a las 566 mil familias de productores, señalan como causas fundamentales del problema al “anacronismo” de las instituciones cafeteras y a la “ineficiencia” de los productores y no, como puede demostrarse, a las políticas económicas aplicadas en el mundo y en Colombia en los últimos años.
Como se sabía que iba a ocurrir, el “libre mercado” cafetero, impuesto por el rompimiento de los acuerdos de cuotas en la Organización Internacional del Café (OIC), no pasa de ser la libertad otorgada a las transnacionales para manipular a su antojo las cotizaciones externas. Entre esas maniobras se destaca que esas multinacionales y sus gobiernos están estimulando la superproducción mundial de café y los precios bajos que vienen con ella, según lo muestra el caso de Viet Nam. De acuerdo con Mario Gómez Estrada, miembro del Comité Nacional de Cafeteros, ese país “recibió torrentes de dinero de organismos multilaterales y de las naciones ricas, Estados Unidos y Francia” para sembrar café, lo que, sumado al respaldo de su gobierno y a la inmensa pobreza de sus productores, le permite venderlo a menos de 20 centavos de dólar la libra. Los ingresos dejados de percibir por los caficultores del mundo en la última década ascienden a la astronómica suma de 20 mil millones de dólares.
Pero la orientación de la economía nacional en la década de 1990 también golpeó la caficultura. La revaluación del peso les costó a los cafeteros cuatro mil millones de dólares, el valor de la cosecha nacional de dos años. A la Flota Mercante la quebró, principalmente, la pérdida de la “reserva de carga” que tenía, reserva que sí mantienen los barcos de bandera norteamericana que transportan el carbón del Cerrejón. A Bancafé, Concasa y Corfioccidente los arruinó, por sobre todo, el desastre que le significó la apertura al aparato productivo del país. Y al Fondo Nacional del Café se le impuso gastar, en esos años, más de un billón de pesos en obras públicas y servicios a la comunidad que debieron ser pagados por el gobierno nacional.
El tercer elemento del desastre es el empeoramiento, durante las últimas tres décadas, de la vieja debilidad estructural de los cafeteros, sin que se haya hecho nada para evitarlo. Al respecto, el Editorial de la República del 11 de diciembre de 1997, comentando las más recientes estadísticas, afirmó: “se avanza en un acelerado proceso de proletarización” del sector. Y la elocuencia de las cifras indica que no se trata de una exageración. El 95 por ciento de los cafetales colombianos tiene menos de cinco hectáreas, el 88 por ciento menos de tres y el 60 por ciento menos de una, con el agravante de que casi todos ellos se localizan en las empinadas laderas andinas, en donde la mecanización de las faenas, aun si hubiera con qué, no resulta posible.
Señalar, entonces, que la causa fundamental de la profunda crisis es la existencia de las instituciones cafeteras —así los errores en su manejo no hayan sido pocos— y la “ineficiencia” de los productores solo puede ocultar las verdaderas razones del desastre y, peor aún, terminar justificando el desmonte de los tres principales instrumentos de protección de la caficultura que aún sobreviven debilitados: la garantía de compra que ofrecen las cooperativas de caficultores, el precio de sustentación y las exportaciones institucionales. Así quedaría el café, como el resto del agro, sometido a la voluntad de los intermediarios, y en este caso de los extranjeros, un conocido sueño neoliberal.
Como no puede escapársele a cualquiera que quiera verlo, atender con seriedad la crisis cafetera exige trabajar en dos direcciones principales. Que el gobierno de Colombia le plantee al de Estados Unidos y a los de los otros países desarrollados que cesen en sus políticas de estimular la superproducción mundial de café por la vía de aumentar las siembras en Asia y que coloquen bajo control las maniobras especulativas de sus transnacionales. Y que el Estado colombiano —de sus recursos, con los mismos que con largueza le ha girado al sector financiero—, sostenga el precio interno en niveles remunerativos para los productores, condone sus deudas impagables, les otorgue créditos baratos y les subsidie la renovación de los cafetales. Claro que tampoco sobraría que la alta burocracia cafetera hiciera el gesto de disminuir los costos institucionales —no respaldando menos al productor, como es obvio— sino recortando sus sueldos y canonjías y reduciendo a cero los gastos en obras públicas y servicios a la comunidad, inversiones que también deben ser asumidas por el gobierno nacional.
El estado de alerta existente entre los caficultores ante cualquier baja del precio interno del café y a la eliminación o el debilitamiento de las instituciones cafeteras debe contar con la comprensión nacional. Porque así lo exige la hambruna en la que ya viven multitudes de esos compatriotas, porque ellos no son los responsables de la crisis, porque la caficultura es base insustituible de la estabilidad económica y social de la república y porque los aportes estatales que se requieren serían una mínima restitución de las sumas multimillonarias que todos los gobiernos les han sacado a los cafeteros durante décadas.