Jorge Enrique Robledo Castillo
Bogotá, 11 de marzo de 2004.
Como si fuera un gran aporte al cuidado del medio ambiente y a las concepciones democráticas en que deben fundamentarse las normas, los gobiernos de Colombia y Estados Unidos celebraron el “éxito” de haber fumigado desde aviones 132 mil hectáreas del territorio colombiano en 2003. Y sin las conocidas alharacas, la administración Uribe Vélez y el gobierno y el Congreso estadounidenses tomaron la decisión –ilegal, por lo demás– de fumigar con los muy dañinos Glifosato, Cosmoflux y Poea hasta los parques naturales de los colombianos. Ni siquiera la infamia universal que significa esta última medida en contra uno de los países más biodiversos del mundo fue capaz de disuadirlos de su bárbaro propósito. ¿Habrá algún límite que no estén dispuestos a traspasar? ¿Hasta dónde llevarán la escalada en su supuesta lucha contra el narcotráfico?
Y digo que supuesta lucha porque puede demostrarse que envenenar la coca y la amapola, así como las demás plantas y las personas, los animales y las aguas no le hace ni cosquillas al narcotráfico. ¿Por qué si esa política se aplica desde hace lustros todavía en 2002 había 102.071 hectáreas de coca sembradas en el país, las fumigaciones en ese año llegaron a 130.364 hectáreas y, además, fumigaron otras 132.817 hectáreas en 2003? ¿Por qué no dan el área de los plantíos aún existentes en Colombia? Y también es una falsa batalla porque sus ineficacia puede demostrarse de otra manera: no han aumentado los precios de las drogas en las calles de las ciudades de Estados Unidos, incremento que ha debido darse si esa estrategia fuese productiva.
Pero aun si esas fumigaciones fueran exitosas, serían inaceptables. En cualquier país medianamente civilizado el Estado actuaría bajo el principio de que ese no puede ser un método lícito para perseguir ilícitos. ¿En cuánto tiempo tendría que recular George Bush si decidiera fumigar desde aviones los extensos cultivos de marihuana de Estados Unidos? ¿Y qué le pasaría si lo intentara en sus parques naturales?
Además de la evidente agresión medioambiental que se denuncia, la cual es tan obvia que hasta resulta tonto negarla, el tema tiene otras aristas. Es sabido que los campesinos, indígenas y jornaleros que se ganan la vida con este negocio padecen por una existencia miserable, pues no pueden confundirse las enormes ganancias de los narcotraficantes con los escasos ingresos de los cultivadores de coca y amapola. Y se sabe también de lo costosa que es la subsistencia en esas regiones, así como son de escasos allí los más elementales servicios de salud, educación e infraestructura. ¿Qué hace que decenas de miles de gentes trabajadoras abandonen sus lares para irse a soportar los riesgos de una ilegalidad que ni siquiera los saca de la miseria? Parte importante de la respuesta la da que las importaciones agropecuarias eliminaron 800 mil hectáreas de cultivos transitorios y que más de 200 mil hectáreas de café se perdieron por causa de las maniobras especulativas de las transnacionales. Y cuando estas familias, arrinconadas, tienen que cultivar lo prohibido, las mismas concepciones que las dejan sin salida justifican fumigarlas como cucarachas. ¿Qué más pasará si se firman el Alca y el TLC con Estados Unidos?
Es sabido, por otra parte, que las principales ganancias del narcotráfico se dan en el negocio al detal, el cual realizan las mafias de los países consumidores; que sus sistemas financieros disfrutan de los enormes recursos de los criminales y que de allí vienen los precursores químicos que permiten convertir la coca en cocaína y la amapola en heroína, al igual que en ellos se producen las armas que defienden el ilícito. Y no obstante ello, la “guerra” principal no se realiza allá sino en los países cultivadores, que más que beneficiarios son víctimas de la demanda de quienes padecen el vicio, “guerra” que también sirve de pretexto para someterlos a un sinfín de medidas intervencionistas en todos los órdenes, así como se lucra con ella la industria militar y de agroquímicos de las naciones desarrolladas.
La decisión de fumigar los parques naturales de Colombia debe y puede derrotarse no solo porque estos merecen los máximos cuidados, simplemente por ser lo que son, así como son dignos de todo respeto los derechos democráticos de quienes los habitan. También es clave porque tiene que ver con ganar un país y un mundo en el que los fines, incluso en los casos en que sean loables, no pueden justificar el empleo de cualquier medio, principio este que, como el de cuidar la naturaleza, hace parte del acervo de la civilización.