Jorge Enrique Robledo Castillo
Contra la Corriente
Agosto 26 de 1992.
Son pocas las ciudades colombianas que conservan su arquitectura de antaño. En casi todos los casos, unas barriadas corrientes que hacían parte de la propia historia local y nacional fueron sustituidas por edificaciones anodinas que en nada contribuyeron con la creación de un medio ambiente urbano deseable, perdiéndose, de paso, las particularidades que diferenciaban a unas poblaciones de las otras. En los últimos años, buena parte de las áreas construidas del país se han convertido en unas especies de “dosquebradas”, en donde, a nombre de un fementido “progreso” toman forma de edificio los intereses más ramplones y prosaicos. La verdad es que son pocas las capitales de departamento que poseen identidad y que vale la pena conocer por el simple agrado de tenerlas a la vista: Cartagena, Popayán y Manizales, todavía.
Sí. Y Manizales, aunque ni en el resto del país ni aquí se tenga cabal conciencia al respecto. A pesar de que la mayoría de los manizaleños lo ignore, lo cierto es que la capital de Caldas posee en su zona central lo que seguramente es el continuum de “arquitectura republicana” más grande de Colombia. Ninguna otra ciudad puede mostrar treinta manzanas en la cuales predominan las formas arquitectónicas eclécticas que predominaron en la Europa decimonónica. No obstante unas cuantas intervenciones evidentemente equivocadas, Manizales tiene en su centro histórico un carácter capaz de distinguirla de cualquiera otra del país.
Y la sobrevivencia de ese centro con tan especiales encantos, posee, además, profundos vínculos con un pasaje heroico de la historia de la ciudad que por más de un aspecto es sui géneris y merecería seguir siéndolo. Cuando casi toda Manizales se quemó en 1925 y 1926 hubo dos posibilidades: medio abandonarla a su desgracia, como se alcanzó a proponer, o reconstruirla con un vigor que desafiara todo desfallecimiento. Y como, aun entre las cenizas, la dirigencia y el pueblo se decidieron por la segunda opción, se impusieron la no despreciable empresa de reconstruirla dentro de los cánones internacionales de ese momento, a pesar de que, como lo dijera La Patria comentando su aislamiento, se estaba en la Isla de Robinson.
Desde el mundo desarrollado de la época hubo que traerlo casi todo: el cemento y el hierro; el “kirrig” y las pinturas; los estilos y los arquitectos y hasta no pocas ventanas de madera, a pesar de que todo debía viajar por las pésimas trochas de la arriería o, volando como los ángeles por encima de la barbarie, en el Cable de Marquita. No importaba! Manizales debía romper el reto que le habían impuesto las circunstancias.
Por ello se trajeron los “misteres” de la Ulen, los italianos Papio y Bonarda y al francés Julien Polty, entre otros, quienes, con la colaboración de especialistas nativos, reconstruyeron una ciudad que, según se ha dicho, fue la “más moderna” de Colombia en la década de 1930. Fue tan grande la obra de reconstrucción en su momento, que Manizales pudo desarrollarse con el mismo equipamiento urbano en área central durante el mismo lapso en el que en las otras ciudades de Colombia el “progreso” se dio a partir de demoler los centros tradicionales, cuando todavía no existía ninguna conciencia sobre el valor de la herencia arquitectónica. Por eso la Manizales republicana aun sobrevive para el disfrute de todos.
¿Pero podrá sobrevivir si el futuro de su área central se deja al vaivén de la espontaneidad y no se protege debidamente? Seguramente no. La experiencia universal indica que sin precisas reglamentaciones y controles las arquitecturas que valen la pena poco pueden solas contra los supuestos afanes de la hora. Por ello, Manizales está en mora de profundizar con cada vez más celo en las normas que ya protegen su área histórica, al tiempo que las autoridades inician una campaña para mostrarle a propios y extraños un aspecto encantador de la ciudad que hasta el momento ha pasado desapercibido.
La alternativa contraria es repetir la experiencia del Teatro Olympia, solo que a escala de treinta manzanas, para, luego, pasarnos la vida lamentándonos.