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LOS HECHOS NOS DIERON LA RAZÓN: PRÓLOGO AL LIBRO DE HERNAN PÉREZ ZAPATA

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Jorge Enrique Robledo

Senador

Bogotá, octubre de 2009.

Desde 1990 se libra en Colombia el más largo y profundo debate que se recuerde sobre la economía nacional: el relativo a las causas y consecuencias de la aplicación del neoliberalismo en Colombia, política que, horas después de definida, el ex ministro de Hacienda Abdón Espinosa Valderrama explicó como una imposición del Banco Mundial, porque la entidad condicionó sus créditos a la apertura y la privatización, nombres que en esos días se usaron para denominar lo que hoy se conoce como el “libre comercio”.

 

En el debate sobre el agro se enfrentaron dos posiciones. Una, en la que estuvieron César Gaviria Trujillo y su gobierno –incluido Rudolf Hommes, seguramente el peor ministro de Hacienda de la historia del país–, casi todos los dirigentes gremiales del empresariado del sector y los técnicos que todavía hoy mangonean en la academia y en el Estado y que en el lapso aprendieron a emplearse con los monopolios nativos y las trasnacionales. Del otro lado estuvimos las organizaciones de los trabajadores, campesinos e indígenas y un pequeño número de estudiosos y profesores universitarios, más unos cuantos empresarios, que no nos arredramos ante el pensamiento único que intentaron imponernos incluso recurriendo a sanciones, como la que sufrió Eduardo Sarmiento Palacio.

 

Las posiciones fueron claras y de profunda contradicción. En cuanto al campo, ellos dijeron que el agro nacional podría defenderse de la desprotección decretada de muchas maneras –en aranceles, precios de sustentación, créditos especiales, compras públicas, asistencia técnica, etc.– y que, por tanto, el país no sería derrotado en la competencia internacional por las importaciones de bienes agrarios producidos con todo tipo de subsidios y ventajas en otros países. Agregaron que Colombia aumentaría sus exportaciones agrícolas, pues el “bienvenidos al futuro” incluía la carnada de que invadiríamos al mundo con nuestros productos. Y ocultaron que el “libre comercio” era una imposición de Estados Unidos, en contubernio con la Unión Europea y Japón, para acabar de esquilmar a países como Colombia, arrebatándoles hasta la potencialidad de crear riqueza, al impedirles unir las manos de sus pueblos con los recursos naturales de sus territorios.

 

Nosotros les demostramos con cifras, experiencias y análisis la imposibilidad que tenía el sector agropecuario de Colombia de competir en esas circunstancias, no porque nuestros productores carecieran de virtudes sino por el descomunal poder económico y tecnológico de nuestros competidores, dado el enorme respaldo de sus Estados, y porque el agro nacional padecía por no pocas debilidades, las cuales se agravarían con la decisión neoliberal de abandonarlo a su suerte. Con franqueza dijimos que lo que había en el campo antes de la apertura no era lo queríamos para Colombia, pero que lo que venía sería infinitamente peor. Nadie puede acusarnos de no haber cumplido con el deber de hacer la advertencia, no obstante la debilidad en la que libramos el debate.

 

Como era de esperarse, fuimos estigmatizados por las fuerzas retardatarias, expertas en sustituir los análisis sobre los hechos por los ataques a las personas y a las organizaciones que no se someten a los dictados de Washington. Y no faltaron, ¡tampoco podían faltar en la tradición nacional!, los dirigentes que permutaron sus convicciones por pusilánimes o por alguna canonjía, actos que fueron más odiosos cuando corrieron por cuenta de los que tenían como deber contractual defender la producción agraria nacional.

 

Quedó así planteado el debate, a la espera de que el paso del tiempo y los hechos sentaran el veredicto sobre una controversia en la que se jugó y aún se juega la suerte de Colombia en cuanto a país, no socialista, porque ese no era el debate, sino capitalista. Es decir, acerca de si con el “libre comercio” se avanzaría por la senda de un capitalismo capaz de generar desarrollos similares a los de Estados Unidos, la Unión Europea y Japón o si apenas se mantendría o empeoraría un modelo económico capitalista enclenque, que se distingue por unas cuantas islas de desarrollo superficial rodeadas por un profundo océano de atraso y pobreza. Y si, además, la independencia nacional se fortalecería, para de manera soberana y con intercambios de beneficio recíproco relacionarnos con el mundo, o si, en cambio, se agravaría la dominación de Washington sobre Colombia, en un acelerado proceso de recolonización imperialista, concepto que recuerda las relaciones de la Nueva Granada con la Corona española.

 

En esta lucha, que es la misma que se libró con lo gobiernos posteriores al de César Gaviria y que todavía se libra en cada decisión oficial del uribismo y en torno a los tratados de libre comercio, al igual que en las contiendas anteriores a 1990 en defensa del agro, ocupó y ocupa sitio de honor el autor de este libro, el ingeniero agrónomo Hernán Pérez Zapata, quien como profesor universitario de toda la vida, escritor y dirigente gremial agrario siempre se ha unido –sin sectarismos estériles pero sin ambigüedades, como acuñó Carlos Gaviria– con todos aquellos que defienden para Colombia un agro de alta productividad y gran nivel científico y tecnológico. Ese agro será capaz de garantizarle la seguridad alimentaria al país –porque hay tierras, productores y aguas de sobra–, con base en un modelo económico de tipo dual, en el que coexistan empresarios y campesinos con tierra suficiente y prósperos y donde el necesario respaldo del Estado sirva para desarrollar de verdad la economía del campo y del país, dar empleo y reducir la pobreza, y no para amamantar reducidas clientelas gremiales y políticas que buscan exceptuarse del desastre nacional.

 

El libro de Hernán Pérez Zapata, escrito en lenguaje sencillo, mas no por ello menos serio y profundo, trata sobre muchos de los temas de este debate, en el que se encuentra en juego la viabilidad de Colombia como nación independiente y próspera. El momento de la publicación es propicio porque continúa la controversia entre quienes representan los intereses extranjeros –ahora más débiles entre la opinión pública ilustrada que hace veinte años–, como ocurre con los funcionarios del gobierno de Álvaro Uribe, empecinado en suscribir tratados de libre comercio con Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea, a pesar de lo que enseña la experiencia, y los que defendemos un sano nacionalismo, que relacione el país con el mundo, como es obvio, pero no como empobrecido peón de Estados Unidos ni de ningún imperio.

 

Colombia empezó el neoliberalismo como un país básicamente autosuficiente en productos del agro y Álvaro Uribe lo recibió con importaciones de 6 millones de toneladas, las cuales, lejos de reducirlas, llevó a 9.8 millones en 2008. Tan elocuente es el desastre agrario que las importaciones per cápita pasaron de 33 kilogramos en 1990 a 221 kilogramos en 2008 lesionándose gravemente la seguridad o soberanía alimentaria, situación que podría conducir a Colombia a una hambruna, como lo recordó el pánico global que se sufrió en 2008, cuando los principales países exportadores de alimentos restringieron sus ventas al mundo y se dispararon los precios de los alimentos. Y en cuanto a las exportaciones, que en la retórica neoliberal compensarían aunque fuera en toneladas las compras en el exterior, lo que prevalece son la casi nula diversificación y el estancamiento de los volúmenes vendidos. Peor situación, imposible, y ello se refleja en el enorme desplazamiento –por violencia y por pobreza– de las gentes del campo, en la concentración de la propiedad de la tierra rural, con un Gini de 0.85, de los peores del mundo, y en la pobreza y miseria de quienes habitan en las zonas rurales.

 

Lo único que le quedó para mostrar a Álvaro Uribe en cuanto a economía agraria es el respaldo a la caña de azúcar y la palma aceitera, política bien discutible porque se monta sobre la base de obligar a los colombianos a consumir combustibles de costos de producción mayores que los que se derivan de los hidrocarburos y sobre la base de enormes subsidios oficiales, todo para abrirles camino político a las mayores importaciones que llegarán con los tratados de libre comercio, los cuales golpearán, por las mayores importaciones, a todos los sectores agropecuarios todavía protegidos, incluidos el azúcar y la palma, amenazada por las oleaginosas gringas. En esta lógica cuenta que el menor consumo interno de petróleo libera exportaciones y produce unos dólares de más, recursos que sirven para pagar las mayores importaciones que destruyen el agro y la economía del país, política que, al igual que la de reducir el consumo de petróleo, les sirve a los intereses norteamericanos.

 

Y esta política, retardataria como la que más, tiene como inevitable corolario, según lo muestran los escándalos de Carimagua y del alegre reparto de los recursos del programa mal llamado Agro ingreso seguro, escoger un grupo de poderosos amigotes de Álvaro Uribe y de sus ministros para regalarles los recursos oficiales que les niegan al resto de los empresarios, los campesinos y los indígenas, regalos que deben pagar convirtiéndose en clientelas políticas del jefe del Estado y de sus barones electorales.

 

Con cada vez mayor urgencia, Colombia necesita una política auténticamente progresista, que genere crecimiento económico alto y estable y empleo, ingresos y bienestar. Para ello se requiere de un gran acuerdo político nacional en el que quepan desde los colombianos más pobres hasta las capas medias y el empresariado, unidos en torno a la defensa de la soberanía, la economía urbana y rural, el trabajo y la democracia auténtica, para avanzar por un camino semejante al que han transitado los países que han salido del subdesarrollo.