Jorge Enrique Robledo
Senador de la República
Bogotá, 1 de marzo de 2004.
Opinar sobre lo que ocurre en el Congreso exige reiterar algunos de los principios del sistema democrático en vigor en Colombia, principios que vienen confundiéndose en razón de la desesperación que entre algunos produce la crisis nacional y porque hay otros interesados en estimular dicha confusión en su beneficio. Al respecto, los principales criterios a tener en cuenta son los siguientes:
Entre otras condiciones, en Colombia deben elegirse democráticamente el Presidente y el Congreso. Pero aquí y en todas partes en donde tiene vigencia este tipo de democracia, su organismo por excelencia no es el Ejecutivo sino el Legislativo, porque mientras el primero solo representa al sector que ganó las elecciones presidenciales, en el segundo puede estar representada toda, o casi toda, la nación. De ahí que las relaciones entre el Ejecutivo y el Legislativo tiendan de manera natural a ser contradictorias y que los Presidentes tengan la propensión a violar la separación de los poderes y a someter al Congreso a sus intereses y puntos de vista.
Entonces, las muchas críticas que se le hacen al Congreso, y que en muchos casos son muy justas, tienen dos orígenes: las de los ciudadanos que sin propósitos ocultos censuran las malas leyes y las corruptelas que evidentemente se dan y las que orquesta el Ejecutivo para someterlo a sus designios, sin que este deje de recurrir a los mecanismos clientelistas para someter a los parlamentarios. Unas censuras son, por tanto, parte de la democracia y las otras de su negación.
En la evidente campaña de desprestigio aupada por el Ejecutivo contra el Congreso, la cual se profundiza en el período neoliberal para facilitar el desmonte de los escasos y recortados avances económicos, sociales y políticos de la etapa anterior, resalta la falacia de convertir al Legislativo en el principal responsable de los muchos males que padecen los colombianos. Y es una falacia porque, primero, la constante ha sido el sometimiento de la mayoría de los congresistas a las propuestas de los Presidentes y, segundo, porque la Constitución Política de Colombia le niega al Congreso la iniciativa y hasta el derecho de decidir en muchos de los asuntos medulares sobre los cuales supuestamente tiene ese poder. El caso del Plan Nacional de Desarrollo –que regula en lo fundamental la acción del Estado y que ha sido convertido, además, en una ley que define sobre cualquier tema– ilustra el punto: las normas le otorgan al Presidente la potestad de redactarlo y también señalan que, si el Congreso no lo aprueba, el jefe del Estado puede expedirlo por decreto.
Estas realidades no solo no han cambiado en el período presidencial de Álvaro Uribe Vélez sino que se han acentuado, dada la campaña de los Gobbels criollos para convertirlo en el Salvador. Es conocido que cuando el Congreso se somete al Presidente, lo califican de “vendido”, y si no lo hace estimulan la pregunta: “¿cuánto habrá que pagarles a los parlamentarios para que se sometan?”. Y este tratamiento inicuo y arbitrario en extremo, de clásico garrote político, ocurre a la par con la estrategia de cooptar a los congresistas mediante tácticas clientelistas, adquisición que en unos casos se da porque no les quitan los cargos que poseen en el la rama central del Estado y en otros porque les otorgan nuevos cupos, sin olvidar que gobernadores y alcaldes dependen cada vez más de las decisiones y los cheques de Bogotá. Que haya descontentos no niega las anteriores afirmaciones. Lo único que muestran es que el reparto entre ellos se hace de forma en nada equitativa, porque es sabido que en el uribismo hay parlamentarios de “mejor familia”.
Y la reforma de la justicia propuesta por Uribe Vélez es de signo tan antidemocrático, incluido quitarle al Congreso la facultad de aprobar los Códigos para pasársela al jefe del Estado, que el ex Presidente de la Corte Constitucional, José Gregorio Hernández, dice que esta “da como resultado una dictadura”.
El conjunto de lo que ocurre en contra de las reglas de juego vigentes se completa con el proyecto de reelegir a Uribe Vélez, propuesta que también se trama por la vía de arrodillar al Congreso ante el altar de una “democracia” que se fundamenta en la supuesta popularidad que otorgan unas encuestas y unas firmas. Porque, además, ese cambio constitucional, que de manera evidente se hace para beneficiar a unos cuantos, implica el rompimiento del más elemental de los principios establecidos en el actual sistema político: que dichas reglas no se cambian a la mitad del partido. Esto para no mencionar que, en las condiciones de Colombia, imponer un Presidente –a cualquiera– por ocho interminables años, conducirá de manera inexorable al aumento del absolutismo en todas sus manifestaciones.