Jorge Enrique Robledo
Bogotá, 2 de mayo de 2008.
La amenaza de una hambruna recorre el mundo. Llegan a 37 los países en los que el escandaloso aumento de los precios de los alimentos ha generado revueltas por hambre y ha puesto en vilo la estabilidad de los gobiernos. Y no es para menos. Porque en los últimos 16 meses los precios internacionales del arroz subieron 135 por ciento, los del trigo 116 por ciento, los de la soya 93 por ciento y los del maíz 41 por ciento, aumentos que también afectan a Colombia, como lo prueban la mayor inflación y el desaparecimiento del pan de doscientos pesos. La debilidad del país ante esta asechanza se origina en que las importaciones agrarias superan los ocho millones de toneladas –con un incremento de dos millones en el gobierno de Álvaro Uribe– y en que, según la FAO, ya para 2002 el 51 por ciento de las proteínas y las calorías y el 33 por ciento de las grasas de origen vegetal que consumían los colombianos venían del extranjero.
Las razones de esta carestía son conocidas: aumentos del consumo en algunas partes, estímulos a los agrocombustibles, que ponen a competir la comida de las naciones pobres con las gasolina de las ricas, concentración de la producción agrícola en unos países y su reducción o eliminación en otros, mayor poder de las transnacionales del comercio de los alimentos, revaluación del peso, encarecimiento del petróleo y los agroquímicos y que convirtieran en commodities los bienes agrícolas, es decir, en objeto de especulación de los tiburones de las finanzas, todo lo cual puede llamarse globalización neoliberal, “libre comercio”, capitalismo salvaje.
También es de notoria importancia saber que países como Brasil, Tailandia, Argentina, Vietnam, India y Egipto limitaron sus exportaciones de alimentos para asegurarse su abastecimiento interno, decisión apenas obvia y que nuevamente pone en ridículo a quienes hablan de un mundo con mercados con intercambios perfectos, que solo existen en los libros de texto y que aquí usan los panegiristas del “libre comercio” para presentar como teorías suyas las imposiciones de Washington de importar la dieta básica de los colombianos. Y es indudable que el concepto de seguridad alimentaria, que establece el valor estratégico que tiene para una nación producir la comida en su territorio, so pena de hambrear a su pueblo y perder la soberanía, lejos de haber caducado, está siendo confirmado por los hechos.
En medio de los debates del TLC, cuando explicábamos que Estados Unidos mantendría los enormes subsidios agropecuarios porque así se lo exigía su seguridad alimentaria y que Colombia debía utilizar el mismo concepto para negarse a desproteger a su agro, Jorge Humberto Botero, el ministro que encabezaba la ‘negociación’, explicó que no acogería ese punto de vista porque le era indiferente que se importara la comida de los colombianos (La República, Abr.21.04) y fue capaz de agregar: “Mil y mil gracias por los subsidios (agrícolas extranjeros) porque nos permiten, por ejemplo, comprar trigo barato” (La Patria, May.16.04). Por su parte, cómo olvidar a Andrés Felipe Arias explicando, con dibujitos y todo, la conveniencia de comprar en el exterior los cereales para reemplazar su producción por hipotéticas exportaciones de uchuvas. ¿Cuánto tiempo durarían en sus cargos si esas sandeces las expresaran como ministros norteamericanos o europeos?
A pesar de que el encarecimiento de la comida ratifica la desastrosa concepción agraria del gobierno colombiano, la cual no ha generado peores efectos porque el TLC no ha entrado en vigencia, ahora salió el ministro de Agricultura a decir Colombia está “blindada” frente a la crisis alimentaria global, como si las cifras no mostraran lo contrario. ¿No es una burla obligar a los colombianos a consumir comida extranjera y luego afirmar que están “blindados” contra sus costos? ¿No constituye un fraude analítico meter en el mismo saco carnes, huevos, granos, cereales y oleaginosas con tubérculos, frutas y hortalizas, cuyo valor nutricional es inferior –en calorías, carbohidratos y proteínas–, para ‘probar’, contra toda evidencia, que aquí no pasa nada?
La astucia de Andrés Felipe Arias de que los colombianos pobres pueden reemplazar los alimentos encarecidos por otros más baratos recuerda a María Antonieta, reina de Francia, quien, ante las protestas del pueblo por la falta de pan, preguntó: “¿Y por qué no comen tortas?”. Solo que en este caso es al revés, porque la sustitución se haría hacia alimentos de inferior calidad. ¿Cambiarán el ministro y los suyos el pan por la arracacha y el arroz por la ahuyama?