Jorge Enrique Robledo
Bogotá, 1 de julio de 2005.
Es fácil comprender la posición de algunos de los congresistas que no participamos en el trámite del proyecto de ley de supuestas garantías a los candidatos presidenciales que no son, al mismo tiempo, presidentes en ejercicio. Porque quienes tenemos una posición de principios en contra de la reelección presidencial inmediata, y la de los alcaldes y gobernadores, mal hubiéramos hecho en prestarnos a actuar en el proceso con el que intentaron legitimar lo que no tiene legitimación posible.
Que el nombre del proyecto de ley diga que es para regular “la igualdad electoral entre los candidatos a la presidencia” ya destapa la maniobra, así como lo hace el artículo primero, que agrega que ello se estará “garantizando” con dicha norma. Y la desnuda porque da por sentada “la igualdad” y porque ofrece además garantizarla, cosas que están descaradamente lejos de ser posibles en este caso.
No resiste análisis afirmar que pueden igualarse las condiciones del presidente-candidato con las del ciudadano que aspira a derrotarlo. Y esto es cierto aquí y en todas partes, como tienen que aceptarlo hasta quienes teorizan a favor de la reelección presidencial inmediata, ninguno de los cuales se atreve a proponer que se permita por más de una vez. Si es tan cierta la igualdad entre los aspirantes y son tan verdaderas las supuestas bondades de la reelección, ¿por qué no proponen que ella se dé por segunda, tercera y cuarta vez?
Que cuatro meses antes de las elecciones se le impongan algunos controles al que aspira a reelegirse no sirve para demostrar que habrá igualdad en ese lapso, sino para poner en evidencia que ella no se da en los 28 meses anteriores. ¿Y alguien piensa que el uso y el abuso del poder del Estado para conquistar las clientelas que se llevan a las urnas el día de las votaciones solo sucede en los últimos 120 días, aun suponiendo, lo cual no es cierto, que va a desaparecer en esas pocas semanas?
El enorme poder presidencial se aumenta en este caso, dada la personalidad de quien ha demostrado carecer de los escrúpulos necesarios para imponerse ciertos límites, hasta el punto de tomar decisiones que vulneran la propia institucionalidad que él y los suyos construyeron en décadas. Uribe Vélez empezó por proponer, e imponer, que se modificaran las reglas del juego de las elecciones presidenciales en la mitad de su período, pasándose por la faja una de esas normas elementales de la ética que se aprenden en la infancia y que constituyen uno de los fundamentos de las relaciones civilizadas entre las personas y entre las organizaciones. A tanto han llegado los vínculos clientelistas con sus barones electorales y a los que somete a las gentes del común en sus actuaciones televisadas, que tuvo que eliminar del repertorio su demagógica “lucha contra la politiquería”, no fuera que lo llamaran de Sábados Felices. Y terminó preso, y apresó al país, de la mayor de las desigualdades que pueda concebirse en un certamen electoral: quienes controlan enormes fortunas, gran poder político y capacidad de intimidación de sobra no pueden hacer otra cosa que respaldar su reelección, pues Uribe es, como lo han dicho en todos los tonos, su mayor garantía en una encrucijada en la que se están jugando la vida.
Primera coletilla: a propósito de la última encuesta sobre el Presidente, el Editorial de El Nuevo Siglo comentó que “la base de ella tiene un 48 por ciento de personas que votaron por Álvaro Uribe y solo el 9 por ciento que lo hicieron por Horacio Serpa, mientras el 31 por ciento dice no haber votado, como suele ocurrir con quienes se mantienen y mantendrán en la abstención o en la abulia electoral. Esa desproporción demuestra –agrega– que es un sondeo hecho entre uribistas y, desde luego, por uribistas, porque uno de los principales promotores de la fundación que realiza la indagación es Fabio Echeverri Correa, consejero presidencial”.
Segunda coletilla: las dificultades que está teniendo el uribismo para lograr un acuerdo en el TLC que no repudien hasta sus más fervorosos partidarios confirma que la Casa Blanca viene por la lana, por el telar y por la que teje.