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EL DESASTRE DE BRASIL

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Jorge Enrique Robledo Castillo

Contra la Corriente

Manizales, 24 de enero de 1999.

Como se sabía que iba a ocurrir, al fin estalló la economía de Brasil. En pocos días, la devaluación alcanzó el 30 por ciento, las tasas de interés subieron aún más y la inflación -que era lo único que tenía el presidente Cardoso para vanagloriarse- tiende hacia arriba, como lo indica que los pasajes de bus subieran el 15 por ciento el mismo día en que el real perdió el primer 8 por ciento de su valor. Lo que sigue es la quiebra de muchas de las empresas privadas que tienen deudas en dólares por 145 mil millones y la de otras tantas de las endeudadas en moneda nacional que ya agonizaban, el aumento del desempleo y el hambre y un crecimiento negativo del Producto Interno Bruto de por lo menos el 5 por ciento en 1999. El corolario serían el agravamiento del déficit fiscal por cuenta del servicio de las enormes deudas pública interna (300 mil millones de dólares) y externa (85.500 millones de dólares), más recortes del gasto público y aumento de los impuestos, la probable moratoria en el pago de los 35 mil millones de dólares de los préstamos externos que vencen este año, el encarecimiento de los 31 mil millones de dólares que tienen prometidos el FMI, Estados Unidos y las restantes potencias y un mayor sometimiento del país a los designios foráneos.

 

Y este desastre neoliberal, el más reciente después de los de Japón, México, Asia y Rusia, no empezó este año. Brasil era una país con ingresos del tercer mundo y con costos del primero, como que la carrera mínima de taxi costaba 2.8 dólares y una línea telefónica entre dos mil y tres mil. El descuadre entre las exportaciones y el pago de las importaciones y la amortización de la deuda externa llegaba a 33 mil millones de dólares al año, el desempleo alcanzaba el 22 por ciento, el déficit fiscal representaba el 8 por ciento del PIB y las tasas de interés iban entre el 72 y el 250 por ciento según el caso, lo que significaba el dinero más caro del mundo teniendo en cuenta la inflación. Tan malas estaban las cosas que en veinte ciudades protesta la Asociación Nacional de Deudores y que “la Federación de Industrias de Sao Paulo forjó una alianza improbable con los sindicatos y los partidos políticos de izquierda, que pedía un cambio en la política gubernamental”, en buena medida estimulada porque el presidente de la república dijo que “los malos tiempos ofrecían a las empresas multinacionales la oportunidad de adquirir compañías brasileñas a precios baratos” (The Wall Street Journal Américas, I.15.99).

 

Allí no solo fracasaron las orientaciones generales de la banca mundial que los gobiernos del Brasil aceptaron con toda sumisión en seis acuerdos sucesivos durante los últimos años. También se hundieron las políticas del Fondo Monetario Internacional para impedir que ocurriera lo que ocurrió, a pesar de su inmenso costo, pues por seguirlas se estranguló la economía a punta de las tasas de interés exorbitantes con las que se intentó vanamente atraer los capitales de los especuladores internacionales, mientras, al mismo tiempo, éstos sacaban 40 mil millones de dólares de las reservas brasileñas en los últimos seis meses. Y tampoco le valió a los neoliberales haber vendido a menosprecio empresas oficiales por otros 40 mil millones de dólares durante 1998 y haber impulsado un recorte del gasto público y una reforma tributaria brutales.

 

El desastre de Brasil, como los que lo antecedieron y los que seguirán, no tiene misterio para explicarse: es el resultado inexorable de sustituir el trabajo y el ahorro nacional, que se pierden con la apertura, por los capitales especulativos y el endeudamiento que llegan del exterior, dado que éstos rematan la economía al salir luego de haberla destruido al entrar, pues, además de quebrar el equilibrio entre exportaciones e importaciones, las políticas neoliberales generan el ciclo infernal de revaluaciones y devaluaciones sucesivas de las monedas nacionales. Que la situación de Colombia sea una copia idéntica de la brasileña antes del colapso, no es, obviamente, mera coincidencia.