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EL CLIENTELISMO COMO POLÍTICA DE ESTADO EN COLOMBIA

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Por Álvaro Forero Tascón, Alejandro Gaviria, Guillermo Perry y Rudolf Hommes

Por Álvaro Forero Tascon, Alvaro

El Espectador, 16 Mar 2014 – 10:00 pm

Populismo vs. Clientelismo (II)

Ante sus problemas de legitimidad, el sistema político colombiano había perfeccionado un atajo para simular legitimidad democrática: el clientelismo. Eso le permitió, en la segunda mitad del siglo pasado, ser una isla en un subcontinente caracterizado por el populismo, el caudillismo y el autoritarismo. Y mediante un pacto entre el poder nacional y el regional, que el Gobierno Nacional quedara en manos de una élite tecnocrática liderada por presidentes como Alberto Lleras, Carlos Lleras, Virgilio Barco y César Gaviria, que instituyó reformas de corte liberal, manteniendo la tradición modernizante iniciada por Olaya Herrera y López Pumarejo en los años treinta. Durante ese período algunos procesos fueron truncados por gobiernos conservadores, como la reforma agraria de Lleras Restrepo, desmontada por Misael Pastrana.

(…)

Populismo

Alejandro Gaviria

Una de las peculiaridades de nuestra historia reciente ha sido la ausencia de populismo. En Colombia no hemos tenido un Perón, un Chávez o un Alan García (en su primera reencarnación). En términos económicos, no hemos sufrido hiperinflaciones, ni grandes crisis fiscales, ni corralitos, esto es, no hemos padecido las grandes distorsiones macroeconómicas que han caracterizado (o definido) los gobiernos populistas de América Latina. Desde una perspectiva económica, Colombia ha sido un país estable. Mediocremente estable quizá. Pero ese ya es otro cuento.

Como lo ha señalado el economista e historiador inglés James Robinson, la ausencia de populismo (y por lo tanto de grandes distorsiones macroeconómicas) es sólo una parte de la historia. La otra parte, mucho más problemática, es la omnipresencia del clientelismo (y por lo tanto de enormes ineficiencias en la provisión de bienes públicos y en el funcionamiento del Estado). Desde los años sesenta al menos, un arreglo pragmático, un pacto implícito, ha caracterizado el ejercicio del poder en Colombia: los partidos políticos tradicionales han permitido o tolerado un manejo tecnocrático y centralizado de la macroeconomía a cambio de una fracción del presupuesto y la burocracia estatal, a cambio de auxilios parlamentarios, partidas regionales y puestos. Para bien y para mal, el clientelismo ha sido el costo pagado por la ausencia de populismo.

Veamos un ejemplo representativo. En 2001, el Congreso aprobó una polémica reforma constitucional que redujo de manera significativa la tasa de crecimiento de las transferencias a municipios y departamentos. La reforma a las transferencias, promovida y defendida por el entonces ministro de Hacienda, Juan Manuel Santos, contribuyó decididamente a la sostenibilidad fiscal, pero su aprobación, cabe recordarlo, requirió una buena dosis de clientelismo en la forma de partidas regionales o auxilios parlamentarios. Históricamente, ya lo dijimos, el clientelismo permitió la estabilidad, pero lo hizo a un costo muy alto: la ineficiencia de buena parte del Estado y el menor progreso social. El clientelismo, sugiere el mismo Robinson, puede ser tan nocivo como el populismo.

Sea lo que sea, el clientelismo ha sido un equilibrio duradero. Los líderes que lo combatieron, quienes denunciaron los vicios inveterados de la corrupción y la politiquería, López Michelsen, Galán, el mismo Uribe, terminaron en lo mismo. O fueron asesinados. Pero los equilibrios políticos no son para siempre. Las cosas cambian. Muchas redes clientelistas han perdido influencia como consecuencia del debilitamiento de los partidos tradicionales. La competencia política es ahora mucho más abierta que en el pasado: actualmente una figura carismática puede ganar la presidencia sin muchos apoyos políticos o conexiones clientelistas. Además, la bonanza minero-energética (el espejismo petrolero, digamos) ha aumentado las demandas de la gente y las ofertas de los políticos.

En fin, el equilibrio clientelista parece mucho menos estable. Paralelamente el riesgo de populismo ha aumentado. Una cosa viene con la otra. En las próximas elecciones, ya lo veremos, todos los candidatos prometerán lo divino y lo humano. Los anuncios de las últimas semanas, las cien mil viviendas y demás, son apenas un anticipo ominoso de un fenómeno inédito, inconcebible hasta hace apenas algunos años: el populismo colombiano.

¿Inversiones o mermelada?

9:19 p.m. | 05 de Abril del 2014

Guillermo Perry

La mermelada ha llegado en los últimos gobiernos a extremos insospechados. Hay que arreglar el problema antes de que acabe con nuestra democracia.

El presidente Santos salió a defender la mermelada que tanto él como Uribe han repartido de manera pródiga. Según Santos, la mermelada permite a los parlamentarios cumplir un papel útil al llevar a sus regiones inversiones necesarias. Esto es cierto en algunos casos, pero no en muchos otros. Y la mermelada ha llegado mucho más allá de sus ‘justas proporciones’, contribuyendo a un desperdicio monumental de recursos públicos, a la corrupción y a la perversión de las prácticas políticas.

El enmelocote en que se ha convertido la elaboración del presupuesto es en parte responsable de la mala calidad de las carreteras, la educación y la salud en Colombia, así como del atraso rural, la falta de prevención de los desastres naturales y la desprotección de nuestras riquezas naturales. La mermelada es la sustancia que aceita el circuito corrupto entre contratistas locales y parlamentarios (yo financio tu campaña y tú me pagas con contratos), que ha degradado tanto la calidad del Congreso y de la política. Es una apropiación privada masiva de los fondos públicos. No es un fenómeno nuevo, pero sí un cáncer que ha hecho metástasis, que es indispensable extirpar antes de que acabe con nuestra democracia. Contra estas, y otras prácticas indebidas, se levantó hace cuatro años la ola verde con los eslóganes de ‘los recursos públicos son sagrados’ y ‘no todo vale’. Ojalá regresara.

Es cierto que la mermelada se usa en todas partes. Pero todo es cuestión de proporciones. Los gringos la llaman el ‘barril del puerco’, un nombre que indica cómo la consideran a lo sumo un mal necesario. Pero ese barril allá y en los países europeos tiene fondo: es una fracción muy pequeña del presupuesto. En general, el presupuesto contiene programas coherentes y bien planeados por una burocracia técnica competente, que se somete a un debate político entre bancadas. Ese debate puede degenerar por posiciones ideológicas extremas, como ha sucedido recientemente en EE. UU. Pero ningún país serio permite que una gran parte del presupuesto acabe repartida en miles de proyectos dispersos, poco estudiados y peor ejecutados, como sucede acá.

La mermelada que recibieron cinco parlamentarios (‘Ñoño’ Elías, Acuña, Muvdi, Amín y Musa Besaile) suma 354.000 millones de pesos*, cifra mayor que el presupuesto de varios ministerios (como Cultura) y de cualquiera de las superintendencias y similar al de Colciencias o el Dane. Lo que recibe cualquiera de ellos supera lo destinado a los Parques Naturales y la prevención de desastres. Con razón les va tan bien en las elecciones a estos ilustres desconocidos y tan mal a la cultura, la ciencia y tecnología y el ambiente.

¿Cómo llegamos allá? La reforma constitucional de 1968 pasó el control del presupuesto al Ejecutivo a cambio de los auxilios parlamentarios, una fracción pequeña que se entregaba a los congresistas para que la invirtieran en sus regiones. Al mismo tiempo, se dejó la elaboración del presupuesto de inversión en manos de una Planeación Nacional fuerte. Pero muchos parlamentarios se embolsillaron los auxilios, y por ello acabamos prohibiéndolos en la Asamblea Constituyente. Ante la insubordinación del Congreso, Gaviria usó como sucedáneo los Fondos de Cofinanciación. Esta era una alternativa superior a los auxilios, pues eran ejecutados (y cofinanciados) por los departamentos y municipios y no directamente por los congresistas. Pero también abusaron de ellos y por eso se acabaron. El remedio resultó peor que la enfermedad: hoy se negocia con los congresistas casi todo el presupuesto de inversión y a Planeación Nacional la han ido marginando del proceso. Esta historia demuestra que, como en el caso de las drogas, las prohibiciones totales no funcionan. Pero no podemos permitir que todo el sistema político se vuelva traficante o adicto.

* La Silla Vacía, 13 de marzo del 2014

Economía y clientelismo

Rudolf Hommes

Septiembre 16 de 2012 – 5:15 pm

En Colombia, los economistas han sido relativamente favorables al clientelismo, aduciendo que este es mejor (más barato) que el populismo.

Pero el clientelismo, que reparte beneficios en forma arbitraria e inequitativa entre votantes, a través de una maquinaria política que se queda con una buena parte de lo que se podría repartir, no solo fomenta la corrupción en todo el sistema político, también es pernicioso para el crecimiento económico.

Es un vehículo para ‘privatizar’ recursos que son públicos, y que pasan a ser manejados y usufructuados por los políticos clientelistas.

Estos recursos provienen del sector privado, vía impuestos y contribuciones, que si no existieran podrían haber sido usados para aumentar el consumo o la inversión, con efectos económicos más positivos.

En manos de los políticos, la eficiencia de la inversión y el impacto económico del gasto pueden ser mucho menores que en las del sector privado o negativos. Cuando se les otorgan a los clientelistas cuotas burocráticas en las entidades del Estado o empresas públicas, el Estado no controla a esos empleados, que les responden a los que los hicieron nombrar, y las organizaciones pasan a trabajar para los objetivos de los políticos, que no necesariamente coinciden con los del Estado, y frecuentemente son opuestas a ellos y al bien común.

Por ejemplo, si la Supersalud no se le hubiera entregado al clientelismo, el comportamiento de las compañías e instituciones del sector salud hubiera sido distinto, y sus resultados y finanzas serían mucho mejores.

En el 2005, James Robinson publicó un artículo en el que sostenía, contrario a lo que afirman otros economistas, que, Colombia no ha tenido un mejor desempeño por haber escogido el camino del clientelismo, contrario al de otros países de América Latina que optaron por el populismo (aunque sí ha tenido quizá mayor estabilidad macroeconómica, pero con menores logros distributivos).

Y Salomón Kalmanovitz cita en un artículo en ‘El Espectador’ un comentario de José Antonio Ocampo, que afirma “que el peor daño que le hace el clientelismo a un país es que impide que exista un servicio civil, y por lo tanto un buen Estado”.

Creo que el daño es aún peor. El clientelismo ha sido una decisión consciente de las élites, y es un mecanismo que se utiliza para comprar respaldo, preservar el sistema y debilitar a los adversarios políticos.

A la luz de la nueva tesis de Acemoglu y Robinson, el clientelismo puede verse como una forma deliberada de extraer recursos para la élite y sus colaboradores.

Es por eso que no hay buen gobierno y, también, es una de las razones, quizás una de las más importantes, por las cuales el país no prospera tanto como debiera hacerlo.

Tampoco progresa hacia una organización política más moderna, competitiva y más igualitaria. La misma izquierda, que debería ofrecer otras opciones, no pudo resistir la tentación y creó su propia maquinaria clientelista depredadora en Bogotá. El clientelismo se ha refinado y está evolucionando a peores y más dañinas mutaciones.

La forma como el actual Procurador llegó a esa posición, la manera como parece haber asegurado su reelección utilizando abiertamente, como gancho, la nómina de la Procuraduría y la posibilidad de que ocurra lo mismo cuando se elija un nuevo Contralor o Fiscal, si no ha ocurrido ya, atenta contra la democracia y la separación de los poderes.

Los tres se tapan con la misma cobija, y para favorecerse entre ellos debilitan a la democracia como cuando se confabularon para aprobar una reforma judicial indeseable e inconveniente.