Colombia necesita un viraje de 180 grados
Jorge Enrique Robledo
En la amable carta con la que nos invita a participar en este esfuerzo editorial, José Vicente Kataraín precisa que se trata de hacer un “libro si se quiere crítico, pero ante todo constructivo”, que aporte planteamientos que le sirvan al futuro del país. “Un libro positivo”.
Vale la pena empezar, entonces, por señalar que quienes militamos en la izquierda no lo hacemos por negativismo ni porque carezcamos de propuestas frente a los problemas nacionales, como con astucia suelen sindicarnos los responsables de que tantas cosas vayan tan mal. Aquí sí que cabe decir que un pesimista es un optimista bien informado y que nadie mira el país y el mundo con una actitud más constructiva que quienes estamos convencidos de que sus problemas sí tienen arreglo. ¿No son los más negativos aquellos que están dispuestos a propiciar o aceptar todo, hasta a las peores ruindades, para que nada cambie o para que se modifique tan poco que todo siga igual, así de mil maneras pueda demostrarse lo indeseable del actual orden de cosas? Pero lo que sí no pueden pedirnos las fuerzas retardatarias es que les celebremos como soluciones a los dramas nacionales las políticas con las que ellas los causan o empeoran, y menos cuando las cubren con mantos demagógicos tendientes a que los colombianos no les ofrezcan la debida resistencia.
Mencionaré, entonces, primero, varias de los principales argumentos que permiten ser optimistas en el mediano y en el largo plazo, razones que hacen parte del patrimonio teórico de las fuerzas democráticas nacionales e internacionales. En segundo término, enumeraré los motivos para ser pesimistas, muy pesimistas, sobre el futuro inmediato del país, dado los horrores que está imponiendo quien seguramente será condenado por la historia como el peor Presidente de Colombia. Y concluiré con una propuesta sobre lo que debe hacerse para poner el país en la senda del progreso al que puede aspirar, progreso equiparable al de los países más avanzados, de acuerdo con la enorme potencialidad que posee.
Como la transformación de Colombia habrá de tener como uno de sus fundamentos el triunfo de unas teorías capaces de determinarle un futuro promisorio, conviene empezar por reseñar algunos de los recientes triunfos de las concepciones democráticas contra las cuales se construyeron las concepciones regresivas de los últimos tiempos. Porque el ideario retardatario que engloban el neoliberalismo y el “libre comercio” intentó avasallar, y hasta borrar del mapa, todo razonamiento de base democrática sobre las relaciones entre las personas y entre los países, arremetida que se hizo con un cálculo y una fuerza apenas comparable con el tamaño de las falsedades que intentó imponer.
La primera razón, entonces, para el optimismo es la rapidez con las que perdieron su capacidad de engaño las políticas tendientes a agravar las iniquidades tanto en las economías nacionales como en la global, presentándolas como soluciones a las carencias de las gentes, cuando, como muchos lo explicamos oportunamente, eran y son evidentes desarrollos de las prácticas con las que las esquilman y les niegan hasta la comida, para no mencionar los bienes complejos del progreso universal. ¿Cuánto alcanzó a durar en Colombia la fábula de que la apertura y la privatización neoliberal sí eran la panacea que acabaría con las pobrezas y las miserias del país? Casi menos que un bizcocho en las puerta de una escuela, porque en 1999, antes de una década de haber sido implantadas oficialmente en el país, el modelo colapsó llevándose de calle empleos, ingresos, ahorros, propiedades y hasta esperanzas de millones de compatriotas. Y ya para 1994 –así, como es obvio, los que causaron la debacle lo nieguen– había pruebas de sobra para demostrar que el país se dirigía hacia una profunda crisis, colapso que la tecnocracia neoliberal aplazó un poco al costo de hacerlo peor al momento de ocurrir.
En el resto del mundo la experiencia también demolió unas teorías por lo demás manidas, y confirmó las advertencias de que el “libre comercio” es sinónimo de mayor pobreza y miseria, menos y peores empleos y más bajos salarios, en tanto concentra la riqueza en condiciones escandalosas entre un grupo cada vez más pequeño –microscópico, realmente– de especuladores financieros, monopolistas de todos los sectores y pillos de los más variados pelambres, quienes actúan respaldados por la más descarada capacidad de extorsión de sus Estados. Es tal el fracaso de estas políticas para revertir las carencias de las sociedades, que a sus propagandistas les ha tocado recurrir con cada vez mayor frecuencia a sustentarlas perorando que “el mundo es así”, mientras que con cinismo arguyen o con hipocresía insinúan que las concepciones económicas no deben proponerse resolver los problemas sociales, pues a lo máximo a que puede aspirarse es a que estos no se salgan de madre –no sea que se amenacen las canonjías de algunos–, por lo que orientan a recurrir, con mayores recursos y mecanismos, a las prácticas asistencialistas y clientelistas con las que intentan legitimar un modelo económico que no puede ser legitimado mediante ningún análisis de signo democrático.
El optimismo sobre el futuro de Colombia en el mediano y en el largo plazo tiene, además, evidente fundamento estratégico en dos grandes ventajas que los defensores del statu quo suelen soslayar, pues su mención, probablemente como ninguna otra, prueba lo mal que han orientado el país: las cualidades de los habitantes y la riqueza del territorio.
Desde hace milenios, cuando por primera vez unos seres humanos esclavizaron a otros, quedó establecido que la principal riqueza de un país es su gente, porque los avances de los conocimientos y las tecnologías le otorgaron a cada persona la capacidad de crear más riqueza que la que requiere para existir, cambio en la productividad del trabajo que le dio base a una mayor acumulación de riqueza social y a nuevos y mayores incrementos de dicha productividad, factores que sustentan que la humanidad posea hoy, y más con unos avances en las ciencias que pasman, toda la potencialidad para dejar en el pasado la pobreza y la miseria.. Otra cosa es que esa potencia se emplee para fines protervos. En el caso de Colombia, esta tiene 41,8 millones de habitantes, cifra que puede sustentar un mercado interno capaz de generar un mayor desarrollo económico y un mejor progreso social (Francia tiene 60,4 millones de habitantes, Italia, 57,6 millones y España, 42,7 millones), hasta el punto de darle cimientos a la solución de los problemas nacionales.
En los últimos años, con la dilucidación de los genomas, aparecieron nuevas pruebas de carácter científico que otra vez pusieron en ridículo las concepciones racistas que explican los problemas sociales, nacionales y globales, por el equipaje genético de las personas y los pueblos. Luego queda como un idiota quien diga, y más si es colombiano, que las desgracias del país son insolubles porque se originan en el carácter de la “raza” o de las “razas” que habitan en el territorio nacional, de donde se deduce que la pobreza, la corrupción y la violencia que laceran a Colombia desaparecerán cuando se modifiquen las causas económicas, sociales y políticas que las generaron y las sustentan, cambio que, como es obvio, tiene que empezar por sustituir en la dirección del Estado a los sectores que han mal orientado a la nación, llevándola al actual desorden. Quien quiera otra muestra de que la colombiana es una nación tan buena como la que más –inteligente, trabajadora, creativa, llena de virtudes, capaz de formar el mejor de los países–, que pregunte por las calidades de los compatriotas que han tenido que irse a trabajar al extranjero, pero que por supuesto les pidan el concepto a quienes en esas latitudes emiten juicios y no a quienes expresan prejuicios.
También son muy positivas para el futuro de Colombia la extensión y características de la geografía nacional. Ya se quisieran otros pueblos un territorio de 1.138.000 de kilómetros cuadrados (Francia tiene 551.000, Italia, 301.300 y España, 505.400), abundantes tierras de buena calidad, gran diversidad de climas, enorme riqueza en aguas, una de las mayores biodiversidades del mundo, recursos mineros en nada despreciables y costas sobre los dos mares. Si algo ofende la inteligencia son las afirmaciones de quienes, para justificar los efectos de las desastrosas políticas económicas y sociales que ellos deciden o alcahuetean, expresan necedades sobre la “pobreza” del territorio y la corrupción y la violencia “innata” de los colombianos.
De otra parte, desde hace alrededor de siglo y medio la humanidad sintetizó las transformaciones necesarias para salir del atraso, las cuales empiezan por unir los dos factores mencionados que Colombia tiene en abundancia: la capacidad de trabajo de sus gentes y las materias primas de su territorio. “Si la naturaleza es la madre de toda riqueza, el trabajo es el padre”. Y como de cualquier análisis comparado de las historias de los países que hoy se encuentran en la vanguardia del desarrollo se pueden extraer las demás constantes que requieren el progreso material y cultural, estas teorías ya no tienen que salir de los dolorosos procesos de ensayo y error que las antecedieron. Si en algo faltan a la verdad los dómines de las concepciones económicas dominantes es en presentar las causas del desarrollo como inescrutables o como asuntos todavía por aclarar, afirmaciones falaces aún más censurables por cuanto intentan hacer ver que las prácticas que las agencias internacionales de crédito les imponen a países como Colombia –la globalización neoliberal y el “libre comercio”– fue lo que hicieron Estados Unidos, Francia y Japón, por ejemplo, para romper las cadenas que los ataban al atraso.
Entre los logros principales que ya se sabe que son requisitos del progreso –y que explican por qué el “libre comercio” fracasa como política de auténtico desarrollo–, sobresale la necesidad de crear en cada país un vigoroso mercado interno, es decir, una nación cuya capacidad para comprar bienes producidos por ella misma y en su territorio genere un círculo virtuoso en el que cuanto más se consuma tanto más se produzca y cuanta más riqueza se cree más empleo y salarios aparezcan, de manera que florezcan el bienestar de las gentes y la capacidad para generar ahorro interno. Puesto en otros términos, la política básica de desarrollo tiene que ser la de atacar la pobreza, reduciéndola al mínimo, pero no con medidas asistencialistas que pueden reducir el hambre pero no son auténticos motores del progreso, sino con empleos productivos y auténtica capacidad de compra, de donde también se deduce que hay que generar un aparato productivo capaz de sustentar el desarrollo. Que alguien muestre un solo país que pueda servir de ejemplo que no posea un vigoroso mercado interno, en el que el empleo y la capacidad de consumo nacional no sea el principal pilar del agro y de la industria y en el que la pobreza no sea en términos porcentuales alrededor de cuatro, seis y hasta ocho veces menor que la de los países como Colombia.
El pleito con la llamada “estrategia de desarrollo por exportaciones”, la principal carnada para ocultar el anzuelo del “libre comercio”, tiene, por lo menos, tres direcciones. Primero: que no pueden mostrar un solo país –no un aeropuerto con presidente de la República– que se haya desarrollado teniendo como aspecto fundamental de su economía producir para el exterior. Segundo: que dicha concepción tiene como uno de sus secretos más reaccionarios que así pueden enriquecerse a reventar algunos, pero sin llevar con ellos al conjunto de la nación, porque el truco consiste en tener como mercado de sus productos no a los propios nacionales sino a los habitantes de los países desarrollados y a los pequeños núcleos con capacidad de compra de los demás países atrasados. Y lo anterior con el agravante de que así se impone que la única relación que en verdad les interesa con sus pueblos es que el costo de la mano de obra sea bien bajo, porque de ello dependen sus exportaciones y ganancias. La estrategia neoliberal, entonces –que no es estrictamente nueva, si se recuerdan las retóricas de desarrollo que hace años acompañaron a las exportaciones latinoamericanas de café, banano, estaño, petróleo y cobre–, apunta a profundizar la que puede ser la más retardataria de las concepciones en términos de los intereses de una nación: que la minoría que posee el control del Estado pueda alcanzar niveles de enriquecimiento similares a los de los monopolistas de Europa, Japón y Estados Unidos, pero no sobre la base de que sus pueblos logren niveles de desarrollo similares a los de aquellos, pues esa política económica exige proporciones de pobreza y miseria peores que las de los países capitalistas desarrollados. Y tercero: que así se entiende por qué a estos personajes –y con mayor razón a las oligarquías importadoras de mercancías e intermediarias del capital financiero foráneo, a los altos ejecutivos criollos de las trasnacionales emplazadas en el país y a los sectores políticos que representan a los anteriores y que se pagan por sus servicios ordeñando al erario– poco o nada les importa desproteger el país frente a los bienes extranjeros, aun cuando estos arrasen con la base productiva nacional y el empleo del pueblo, pues la principal característica de su naturaleza es la de haber logrado separar su suerte personal de la suerte de la nación a la que pertenecen, lo que significa que les va bien aun cuando a sus compatriotas les vaya mal, e incluso les va mejor si al resto le va peor. Y es obvio que un juicio similar puede hacerse sobre quienes tienen como negocio las tantas formas de corrupción que han pululado y pululan, tal vez con una única novedad en el período neoliberal: que nunca habían llegado a tanto los sobornos, porque ahora alcanzan la escala propia de los negocios monopólicos globales y porque se cobran y se pagan en dólares.
La otra verdad confirmada en los lustros recientes reside en el papel decisivo del gasto y las políticas estatales en el éxito o fracaso de los países, al igual que en el enriquecimiento de los monopolistas y en la pobreza de los pueblos. Es más: nuevamente, los hechos confirmaron que si se eliminara la intervención del Estado en las economías de los países y en sus relaciones entre ellos, el capitalismo global y los capitalismos nacionales, incluidos los más poderosos, se sumirían en el caos. Y cada vez hay más elementos para demostrar, no obstante las tácticas de ocultamiento de la realidad, que el éxito de los países capitalistas desarrollados ha tenido y tiene como una de sus condiciones la intervención del Estado. ¿O puede explicárselo sin siglos de protecciones arancelarias y paraarancelarias, o sin los enormes subsidios a sus agros e industrias, o sin los descomunales gastos oficiales en educación e investigación, o sin las bancas centrales poniendo las tasas de interés y de cambio en los niveles que consideran adecuados, o sin los Estados pagando las enormes y periódicas crisis de sus sistemas financieros, o sin las políticas oficiales que establecen el costo de la mano de obra, o en el caso de los países imperialistas, sin servicios diplomáticos corrompiendo e imponiendo en todas partes y sin las fuerzas armadas defendiendo sus intereses en todo el globo. ¿Qué cambió, entonces, con la globalización neoliberal en la función del Estado en las economías capitalistas? Muchas cosas –y en especial al servicio de quién se toman las decisiones oficiales, porque ahora les sirven exclusivamente a los monopolios y, en particular, a las trasnacionales–, pero no que desapareciera el papel decisivo e insustituible de su intervención.
Se confirmó también que los negocios internacionales no podrán servirle al progreso de todos los pueblos si las reglas se imponen según las exclusivas conveniencias de Estados Unidos y las otras potencias, y los demás países deben adaptarse a ellas como puedan, adaptación que consiste, como lo indica la experiencia, en ser capaces de operar con mayores niveles de pobreza y miseria. En consecuencia, lo que se discute no es si deben existir las relaciones económicas internacionales y un globo terráqueo interconectado entre sí, como con argucias de bobos aducen los neoliberales, entre otras razones porque ellas existen desde hace siglos. El debate se circunscribe a cómo deben ser esas relaciones, con qué propósitos, con cuáles garantías para los unos y los otros. Pues de continuar las imposiciones que hacen que unos pocos países actúen como globalizadores en tanto a la inmensa mayoría le toca el papel de los globalizados, a lo que se llegará será a una gran involución económica y política, en la que los procesos de recolonización imperialistas serán la norma y en la que, de manera ineluctable, los pueblos volverán a entrar en rebeldía en defensa del derecho de autodeterminarse, tal y como con éxito lo hicieron contra los imperios coloniales, con lo que terminó la que podría llamarse la primera globalización. Y con el empobrecimiento de la abrumadora mayoría de naciones y personas que impone el “libre comercio”, incluidos los propios pueblos de los imperios, serán más profundas y complejas las periódicas crisis que acosan a los monopolios y a las potencias.
En medio de los debates que ocurren por doquier con respecto a cómo deben ser la relaciones internacionales –los cuales son también de signo positivo porque constituyen otra manera de mostrar el fracaso neoliberal, en razón de que sus pocos y poderosos beneficiarios intentaron imponerlo como el pensamiento único– reverdece con fuerza la concepción a la que más le temen quienes auspician un mundo de países bestias de carga y de países jinetes: la defensa de la soberanía nacional como el elemento primordial del intercambio entre las naciones, exigencia que aunque puede parecer contradictoria con los negocios globales no lo es porque, precisamente, dado que las relaciones exteriores de los países existen y deben existir, ellas han de estar sujetas a unas condiciones que las hagan democráticas y deseables para todas las partes, y eso solo se garantiza si cada país, por débil que sea, se encuentra en pie de igualdad frente a los demás.
El neoliberalismo terminó por sentar el veredicto de un debate que se remonta a los albores del siglo XX, momento en que el desarrollo del capitalismo en Estados Unidos y la consolidación de sus monopolios le dieron inicio a su fase imperialista y en el que en Colombia se debatía cómo superar el atraso heredado del siglo anterior. Porque la concepción que se impuso (Reyes, Suárez, Ospina, Abadía, Olaya y López) fue la de que los problemas nacionales se resolverían por la vía del endeudamiento externo y la inversión extranjera, más la aceptación de todas y cada una de las imposiciones a las que vienen atadas esas “ayudas”, concepción que unos nativos respaldaron porque les llenaba sus faltriqueras y otros por ignorancia o candidez. Pues bien, en 1900 el PIB per cápita estadounidense era 5,5 veces mayor que el colombiano (Kalmanovitz, 2006), en tanto que en 2004 esa diferencia había aumentado a 21 veces más (Banco Mundial). Y el resultado sería todavía más malo para Colombia si las que se compararan fueran las respectivas evoluciones científicas y tecnologías, las cuales constituyen la base de todo progreso. Pero a pesar de ello –o mejor, precisamente porque es así– el “libre comercio” lo que hace es establecer, de una vez por todas, que los intereses nacionales y los extranjeros son idénticos y que, por tanto, no hay economía nacional que proteger. La experiencia confirmó lo que ya se sabía hace cien años: que el capitalismo es un sistema de competencia feroz, tanto en las relaciones entre las personas como entre los países, por lo que hoy constituye una viveza, en razón de que ya no caben las ingenuidades, decir que el progreso le llegará a aquel país que supedite su economía a la política exterior de Estados Unidos o de cualquier otro imperio.
Y la última y principal razón para ser optimista proviene de que el pueblo colombiano y los demás pueblos del mundo no han dejado de luchar en favor de las concepciones democráticas y de una vida mejor, a pesar de que las fuerzas reaccionarias esgrimen contra ellos, para paralizarlos, un sinfín de presiones, teóricas y de hecho, empezando por insuflarles los más burdos individualismos y la confusión y el desánimo. Ahí están todos los países de América resistiendo y dándole, así, un rotundo mentís a las teorías y a las prácticas de la globalización neoliberal. Ahí están los iraquíes describiendo con su propia sangre al imperialismo estadounidense y confirmando que terminaron las agresiones coloniales que no despiertan una inmediata movilización en su contra. Ahí están los estadounidenses rasos, víctimas también de la rapacidad neoliberal, oponiéndose a las orientaciones de la Casa Blanca, y entre ellos los de origen latinoamericano, quienes terminaron por comprobar que el haber migrado no los eximía de seguir luchando contra las mismas fuerzas que los expulsaron de sus lares. Y ahí están ganando terreno y consolidándose en todos los aspectos las concepciones democráticas universales, no obstante carecer de los poderes que sí poseen las retardatarias y aun cuando a veces sufran retrocesos y derrotas.
Toda la razón les asiste a los sectores retardatarios cuando actúan como los campeones del pesimismo, porque son demasiados los sucesos de la historia los que muestran que terminarán imponiéndose las concepciones que piensan que Colombia y el mundo sí tienen arreglo.
2
En contraste, y como se mencionó atrás, en el inmediato futuro no hay razones para el optimismo en Colombia. Primero, por los inmensos daños que el “libre comercio” le ha infligido a su economía desde 1990. Y segundo, por la decisión de Álvaro Uribe Vélez y de la rosca que lo rodea de profundizar hasta la ruina del país el modelo neoliberal, que es lo que representan el conjunto de sus decisiones y lo que se propone con el TLC.
Por la brevedad de este texto, que no permite comentar con detalle los enormes perjuicios que el “libre comercio” le ha hecho a Colombia, deberán bastar para demostrarlos dos hechos indiscutibles. El primero, que la crisis económica de 1999 fue la más grave sufrida por el país en el siglo XX, lo que ya es mucho decir, porque en el período también se sufrieron otros muchos y graves quebrantos económicos, tanto nacionales como internacionales. Y segundo, que, como consecuencia de dicha catástrofe, los indicadores sociales del país, que no eran siquiera decorosos, sufrieron un notorio retroceso.
En 1990, Colombia estaba lejos de ser un país ejemplar si se observaban su desarrollo económico y las condiciones de existencia del pueblo, hechos que condenaban a las políticas del Fondo Monetario Internacional que llevaban medio siglo imponiéndose. Tan mediocres eran las cosas, que esa realidad se usó como pretexto para implantar el neoliberalismo tras la atractiva consigna de “bienvenidos al futuro”. Porque lo que muchos colombianos no advirtieron fue que el cambio prometido lo agenciaban los mismos sectores nacionales y extranjeros responsables de las orientaciones cuyos efectos perniciosos crearon las condiciones políticas para utilizar con éxito la añagaza de que iba a cambiarse la orientación económica, cuando, estrictamente, la modificación consistía en profundizarla, porque la verdad es que las concepciones del “libre comercio” son el desarrollo natural de la estrategia de dominación de Washington.
Dos hechos desgraciados ilustran el brutal desperdicio de recursos al que los neoliberales han sometido a Colombia. En medio del silencio que imponen ellos mismos, poco o nada se repudia que 3,3 millones de compatriotas hayan tenido que irse al extranjero en razón de no encontrar en qué ocuparse, cuando en un país dirigido de forma diferente una pérdida de esa proporción, dada su gravedad, sería centro de debate todos los días y hasta haría tambalear gobiernos. Y cuando mencionan el caso, generalmente lo hacen en la lógica mezquina de embellecer las remesas que los expulsados les giran a sus familias, cuando es obvio que esas sumas no resuelven los problemas nacionales y son apenas un porcentaje ínfimo de la riqueza que ellos están creando en el extranjero y que deberían estar produciendo en el país. De otra parte, de las 14.362.867 millones hectáreas de tierras con vocación agrícola con que cuenta el país, solo 5.317.862 millones (el 37 por ciento) están dedicadas a la agricultura, no porque no exista mercado para lo que en ellas puede producirse, sino porque quienes mandan en Colombia han decidido importar la dieta básica de la nación, importación que tiene como razón primordial darle salida a la producción agropecuaria que los estadounidenses no son capaces de consumir. ¡Quienes gobiernan a Colombia lo hacen tan mal si se piensa en lo que le conviene a la nación, que hasta les sobran la gente y la tierra, las principales riquezas de un país!
En cuanto al agravamiento del drama social por cuenta del “libre comercio”, según el Departamento Nacional de Planeación, los colombianos en pobreza pasaron del 52,5 por ciento en 1991 al 57 por ciento en 2002, pero el CID de la Universidad Nacional de Colombia los calculó en el 69,8 por ciento en la segunda fecha. Y la pobreza rural, en el mismo lapso y también según Planeación, se movió del 46,6 al 75,1 por ciento, cifra que el CID pone en el 92,5 por ciento. Por su parte, Planeación Nacional y el Dane calcularon que el desempleo se disparó del 9,1 por ciento en 1993, al 22 por ciento en 2001. Y el Dane informó que el Producto Interno Bruto por habitante, en pesos reales de 1994, fue de 1,8 millones en 1994 y de 1,7 millones en 2002. ¡Cuánta más hambre y sufrimientos hay tras unas cifras cuya simple mención no es capaz de reflejar las tragedias que encierran! ¡Pero cuánta debilidad del aparato productivo no reflejan también la pobreza y el desempleo, al igual que el subempleo y la informalidad laboral, en el sentido de no darle la base necesaria a la producción nacional!
Digan lo que digan los responsables de este desastre, y así “mejoren” las cifras y se echen la culpa los unos a los otros, como si a cada uno de los cuatro últimos gobiernos no le tocara su parte de culpa, lo que ni ellos pueden negar es que en Colombia hubo una hecatombe social cuando la Casa Blanca, a través de los banqueros que se disfrazan como miembros de la “comunidad internacional”, decidió implantar el “libre comercio” en el país. Si la tecnocracia neoliberal nativa que instrumentó el Consenso de Washington no tuviera tras de sí los poderes que tiene, ¿alguien se interesaría por sus opiniones y tomaría en consideración sus recetas?
De otra parte, la verdad del crecimiento económico de Colombia, coincidente con la administración de Álvaro Uribe Vélez, exige varias precisiones. La primera es el cambio en la metodología para calcular las cifras, lo que le abrió el camino a su manejo “creativo” (cada modificación ha conducido a mejorar los resultados) y produjo el daño adicional de romper las series estadísticas, que son las que permiten los análisis. Pero así y todo, todavía los indicadores sociales son peores o iguales de malos a los de antes del neoliberalismo, con lo que, en el mejor de los casos para los partidarios del “libre comercio”, van quince años perdidos. Y de la otra, la economía colombiana ha crecido por debajo del promedio latinoamericano, comparación que pone en su sitio las cifras recientes. Y lo peor es que estos resultados no son sostenibles porque obedecen, no a la llamada “seguridad democrática” como con maña perora la capa ilustrada del uribismo, sino a los excesos en el gasto público y el endeudamiento oficial y privado y a un relativamente buen funcionamiento de la economía internacional, que ha generado dinero en abundancia y barato, revaluación del peso y precios altos en las materias primas de exportación, período que parece estar terminando, con el riesgo de generarle otra crisis a la economía nacional.
Incluso, Carlos Caballero Argáez y José Antonio Ocampo, cuyos afectos con el régimen no hay que demostrar, han escrito sobre las amenazas económicas que se ciernen sobre Colombia y las similitudes que le encuentran a este momento con los anteriores a la crisis de 1999, preocupaciones que podrían confirmar las advertencias de otros especialistas, según las cuales, el sino del país con el “libre comercio” son las cortas y mediocres etapas de crecimiento, incapaces de resolver los problemas nacionales, y las crisis profundas, que los agravan, con otra característica que hace la situación más repudiable: cuando las cosas no salen tan mal, los frutos de los mejores resultados se convierten en el enriquecimiento superlativo de un puñado, pero cuando empeoran, son los de abajo los que pagan las consecuencias.
Y si el gobierno logra imponer el TLC, pues aún peor. Porque con este –cuyo texto, como se comprobó, fue impuesto hasta en condiciones humillantes para Colombia por Washington, con el propósito de profundizar y hacer irreversibles los cambios neoliberales– habrá unas consecuencias aún más desastrosas que las de la apertura: más importaciones y más pérdidas agrarias e industriales, más toma de la economía nacional por los monopolistas estadounidenses, peores condiciones laborales y mayor desempleo y pobreza. ¡Que nadie se haga ilusiones, porque país al que recoloniza un imperio paga las consecuencias! Seguirán ganando con Uribe y sus políticas, eso sí, además de las trasnacionales, los monopolistas nativos que han logrado acompasar sus intereses con los de aquellas, tal y como ha ocurrido desde 1990, lapso en el que, como también aumentó la concentración de la riqueza en el país, Colombia se consolidó como uno de los países de mayor desigualdad social del mundo. Y no sería de extrañar que si Uribe lograra salirse con las suyas en el segundo gobierno, el país terminaría por ganar medalla de oro en la peor proporcionalidad posible entre la opulencia de los magnates y quienes carecen hasta de lo más elemental. Tal la lógica plutocrática de todas sus decisiones, bien ejemplarizada por la feria del patrimonio nacional a favor de los monopolistas nacionales y extranjeros que significan las muchas privatizaciones.
Entre las ofertas fallidas de Uribe hay que contar con las que tienen que ver con la llamada “seguridad democrática”, a pesar de las inmensas sumas gastadas en ella, montos que significan que nunca ningún Presidente había tenido a sus disposición tantas tropas y tantos instrumentos bélicos para asegurarle al Estado el monopolio sobre las armas, monopolio que a todas luces no se ha logrado y sin el cual hablar de conseguir la paz constituye un engaño. Y entre lo criticable de su gobierno tampoco puede excluirse el aspecto más mencionado de la política de seguridad, pues el país observa, entre atónito y asqueado, cómo el paramilitarismo está siendo favorecido por unas normas diseñadas con su beneplácito, pero manteniendo, en connivencia con el uribismo, los instrumentos de coacción que se suponía iba a entregar a cambio de la generosidad del Estado.
Entonces, también puede suceder que las indudables dotes politiqueras de Uribe para manipular a los colombianos, que constituyen la principal explicación de su respaldo político, terminen por ser insuficientes para mantenerle la popularidad en las encuestas, momento en el cual, y con más veras si se deterioran las condiciones económicas externas e internas, aparecerán posibilidades para que crezca la resistencia y, con ella, se creen condiciones para profundos cambios políticos, económicos y sociales que marquen el siglo XXI.
3
Sacar a Colombia adelante exige, entonces, construir una enorme fuerza política capaz de derrotar a los sectores que a lo largo del siglo XX, y en especial desde 1990, han regido los destinos del país en beneficio de las trasnacionales y de un puñado de plutócratas nativos. En esa gran unidad, porque sin unidad no podrá darse la fuerza suficiente, cabe casi toda la nación, empezando por los asalariados urbanos y rurales, los indígenas y el campesinado, los propietarios de pequeños y medianos negocios de todos los tipos y el estudiantado y los intelectuales, justamente los que más requieren de un cambio económico y social profundo para mejorar sus vidas. Y de esta unión, dados sus propósitos de evidente estirpe nacional, también pueden hacer parte los empresarios del campo y la ciudad cuya suerte esté atada a la suerte de la nación, porque sufren las consecuencias de las malas políticas económicas o porque, con auténtico patriotismo, están dispuestos a mirar el país con los ojos de los que sufren y a luchar por una Colombia auténticamente democrática y próspera, que enorgullezca a todos sus nacionales en el concierto universal.
Esa unidad deberá partir de reconocer, sin las hipocresías propias de aquellos a quienes les importa un pepino la mala situación de su país mientras a ellos no los toque, el descomunal y en extremo doloroso desastre social que padece Colombia. Y tendrá como meta principal corregirlo de verdad, no mediante las políticas asistencialistas y politiqueras que suelen concebirse con el propósito de mantener la pobreza y la miseria sin que las víctimas se subleven, sino impulsando cambios que conduzcan a elevar la producción industrial y agropecuaria, incluida la de los bienes complejos, y a dotar a los colombianos de los empleos estables y los salarios suficientes sin los cuales no es posible el bienestar de una nación.
Las transformaciones que hay que hacer, las cuales, como ya se señaló, son parte del conocimiento acumulado de la humanidad, solo pueden alcanzarse si se cumple con la condición básica que debe alcanzar una nación si quiere superar sus problemas: ganar y ejercer de manera plena la soberanía nacional, es decir, el derecho de determinar lo que mejor les conviene a sus intereses, entendidos estos como los de la generalidad de los habitantes y no los de los pequeños sectores que se benefician con las causas de las desgracias de tantos de sus compatriotas.
Con la soberanía nacional en la mano, y con la firme determinación de no aceptar políticas y prácticas lesivas al progreso nacional porque les sirven a quienes reciben las canonjías que suelen propiciar las trasnacionales y los imperialismos, empezando por el estadounidense, la Colombia que hay que lograr deberá tener relaciones económicas y diplomáticas con todos los países de la Tierra, sin excepción alguna. Pero deberá, además, actuar con la lógica de lo que podría denominarse una globalización democrática –en contraposición con la neoliberal–, en la que los intercambios internacionales garanticen el respeto mutuo y el beneficio recíproco, en la que las importaciones complementen el desarrollo y no lo imposibiliten, en la que las inversiones extranjeras respalden la generación de ahorro interno de cada nación y no sirvan para hacerle daño, en tanto se presentan como sucedáneas, y en la que la conveniencia de exportar no se convierta en una exageración dolosa que se use como pretexto para menospreciar la importancia de proteger y desarrollar el mercado interno y para justificar que este se sacrifique en el altar de los intereses extranjeros, los mismos que vienen aumentando su participación en las ventas al exterior que se presentan como nacionales.
Transformar positivamente a Colombia exige esgrimir el insustituible poder del Estado –irremplazable tanto por la ingente masa de sus recursos como por el poder de sus normas y políticas– para ponerlo al servicio del progreso de toda la nación. Ese Estado tendrá como principal política social la protección y el respaldo al aparato productivo, pues nada le sirve más al bienestar del pueblo que una economía próspera y unos empleos estables y bien remunerados. Pero asimismo asumirá como responsabilidad la debida atención de las necesidades básicas de la sociedad, tales como los servicios públicos domiciliarios, la salud y la educación, en razón de su importancia ciudadana y porque solo así estos pueden alcanzar el cubrimiento universal y la alta calidad. Y no vacilará en intervenir en la fijación de las tasas de cambio e interés, en garantizarles los derechos democráticos a los trabajadores y en cualquier otro aspecto que sea clave para el progreso de la nación.
En las condiciones de hoy, la gran unidad que se propone debe tener como núcleo al Polo Democrático Alternativo (PDA), pero su éxito dependerá de que sea todavía más amplia que lo que este representa y que a ella se integren otras organizaciones que compartan el objetivo de alcanzar la profunda transformación de Colombia. Debe ser parte de sus concepciones que nada podrá sustituir el respaldo mayoritario de la nación como el principal sustento político para procurar sus fines, principio que conduce a rechazar las prácticas violentas que se emplean en Colombia para resolver las contradicciones económicas, sociales y políticas, pero que no la inhibe para ser partidaria de una solución política de las violencias que martirizan el país. Debe también pugnar por una democracia auténtica, en la que los derechos políticos y sociales de los colombianos del común sean debidamente garantizados. Y como en su ideario debe incluir que la política no puede ser otro instrumento con el que algunos divorcian su interés personal del de sus compatriotas, truco que en este caso es peor porque incluye decidir en contra del país, también ha de establecer que la corrupción de los servidores públicos será especial y ejemplarmente perseguida y sancionada.
Si logramos unir a todos los que creemos que Colombia sí tiene arreglo, pero arreglo de verdad, es decir, que incluya el bienestar de los colombianos del común, porque parta del propósito de ganar para el país unas condiciones de existencia iguales o superiores a las mejores del mundo, el siglo XXI será el siglo de los colombianos. De la lucha de casi todos dependerá que el país no continúe siendo presa de los actos de prestidigitación que presentan como si fuera el interés general lo que no pasan de ser las mezquindades de algunos.