Jorge Enrique Robledo Castillo
Contra la Corriente
Manizales, 9 de junio de 1998.
No es para menos la alarma que cunde en Colombia por lo que pasa con las tasas de cambio y de interés. No se sabe que hace más daño, si la puja del dólar hacia arriba o los préstamos de usura del Banco de la República para intentar revertir esa tendencia. Se cierran los créditos y tiemblan los que deben dólares y los que deben en pesos, y esto sucede cuando la economía nacional se mantiene en franca recesión y la bolsa de valores, medida en dólares, ha caído 29.37 por ciento en los últimos doce meses. Para completar, hay consenso entre los neoliberales del país -incluidos Serpa y Pastrana- en que la “solución” será hacerle drásticos recortes al gasto público, lo cual significará, así lo nieguen, otras privatizaciones, más desempleo, nuevas alzas en las tarifas, peores salarios, mayor estancamiento productivo y, muy seguramente, más impuestos, según lo indican las muy conocidas recetas del Fondo Monetario Internacional. Y así y todo, es bien probable que el país no se salve de una crisis cambiaria y de todos los desastres que llegarán con ella.
Pero lo peor del asunto es que los líos de las acciones, de la devaluación, de los intereses y de los déficit fiscal y comercial son apenas los síntomas del mal, la fiebre que refleja la aguda infección que sufre la economía colombiana, aunque el común de los analistas intenten ocultar las evidencias y presenten los efectos como causas.
Lo que ocurre es que el modelo de apertura y neoliberalismo no da más. O mejor, no da más, salvo que el gobierno logre envilecer en mayor medida las condiciones de vida y de trabajo de la casi totalidad de la nación. El verdadero origen del mal reside en que el país lleva siete años importando más de lo que exporta, pidiendo prestado para poder pagar lo que gasta pero no produce y suplicando por unas inversiones externas fabriles que no llegan, como con toda claridad lo indican la caída de la producción industrial y agropecuaria y que la deuda externa se haya más que duplicado en el mismo lapso. Los problemas fiscales, además de tener origen en el cumplido pago a los agiotistas del mundo y en la disminución de los tributos por causa de la menor creación de riqueza y de la reducción de los consumos, se explican por otras razones: entre las primeras medidas de la apertura estuvieron los drásticos recortes de los aranceles a las importaciones y que el Estado le traspasó el excelente negocio de la compra venta de divisas a la banca privada. Para completar, la apertura cambiaria convirtió a Colombia en paraíso de todo tipo de especuladores.
Lo que le pasa al país se parece al cuento del marido calavera que un buen día decide dejar de producir como es debido y que para mantener sus jolgorios recorta los gastos en comida, salud y educación de la familia, vende a menosprecio las joyas heredadas y, sobre todo, pide prestado a diestra y siniestra, en tanto le responde a los sensatos reclamos de su mujer con citas de Adam Smith y acusándola de no entender que “el mundo se globalizó”. Y que cuando llega la hora de nona, el momento de escoger porque si pagan no comen y si comen no pagan, acomodado en su parranda, sentencia con aire pontifical: “mija, usted y los niños deben apretarse más el cinturón”.
Claro que los fracasados orientadores de Colombia no están solos. El neoliberalismo naufraga en todas partes, lo que, a su vez, agravará la crisis interna. El 8 de junio pasado había problemas peores o bien parecidos a los de aquí en Japón, China, Hong Kong, India, Rusia, Hungría, Suráfrica, Malasia, Tailandia, Singapur, Corea del Sur, Chile, Venezuela, Brasil, México y Taiwan (The Wall Street Journal Américas, El Tiempo), en una sucesión de casos que vuelve a recordar la crisis mundial de 1929. Y como es natural, porque para eso se diseñó la apertura, le estaba yendo bien -¿pero hasta cuándo?- a Estados Unidos, que ya anunció, ante los sucesos del Asia, ¡el aumento de sus exportaciones a América Latina!