Jorge Enrique Robledo
Bogotá, 12 de agosto de 2011.
Este libro deberían leerlo todos los pereiranos. Porque en él Carlos Andrés Echeverri retrata un momento doloroso de la historia de Pereira, donde en la contratación pública ocurren tantos hechos inescrupulosos o ilegales como los que denuncia con su prosa directa y clara y suficiente respaldo documental. Digno de resaltarse es también el valor civil del autor, virtud sin la cual la humanidad no hubiera podido dar ni un paso en el proceso de civilizarse.
La lectura de Sin reserva, el libro de crónicas de Carlos Andrés Echeverri sobre la contratación pública en Pereira, me induce a poner en letras de molde algunas reflexiones sobre la corrupción en Colombia, que ojalá resulten útiles en la lucha por derrotarla.
La primera tiene que ver con una verdad conocida desde siempre, pero también desde siempre velada por los interesados en ocultarla o en lograr que la sociedad no haga conciencia de ella: que por cada corrupto en el Estado hay por lo menos un socio en la empresa privada, porque salvo en casos de menor cuantía la corrupción oficial no opera en negocios de “yo con yo”. En cada licitación tramposa es tan corrupto el funcionario que la diseña como el empresario que se la gana e igual ocurre en las compras públicas con sobreprecio y demás corruptelas. Y para este efecto poco importa qué fue primero, si el huevo o la gallina. Que todos los empresarios no sean corruptos, como tampoco lo son todos los funcionarios públicos, en nada cambia que lo normal en la corrupción son los acuerdos entre particulares y funcionarios y que la lucha por derrotarla debe librarse en todos los ámbitos de la vida país.
La segunda toca con la idea de que hay corrupción ilegal y legal, aunque la legal pareciera no poder existir por contener una contradicción insalvable, pues, en estricto sentido, se supone que si un acto es legal, no puede ser corrupto. El aserto se comprende si se compara el viejo aforismo de que “hecha la ley, hecha la trampa”, con el otro que cada vez gana más vigencia de que “la ley ya viene con la trampa”. Este cambio significa el paso de una situación en la que se interpretan las leyes de manera que se favorezcan intereses particulares y en contra del espíritu y hasta de la letra de la norma, a una en la que la legalidad se crea con el objetivo de defraudar el patrimonio o el interés público, truco que garantiza que el hecho corrupto se efectúe con todas las de la ley. “Parece que la corrupción alcanzó formatos reglamentarios”, dice Daniel Samper Pizano.
La corrupción legal es común en la contratación de obras de infraestructura, donde los pliegos de las supuestas licitaciones suelen diseñarse con cláusulas que no vienen al caso y que solo puede cumplirlas la empresa que montó su asociación delictiva con los funcionarios que tienen el poder de decidir. Han llegado a tanto las exigencias calculadas para que la competencia sea una farsa, que apareció un nuevo actor en la corrupción global: los sleeping partners (socios durmientes). Estas son empresas norteamericanas o europeas con capacidad para certificar cualquier experiencia, hasta la más estrambótica, que se ofrecen para constituir consorcios de papel con las colombianas que en verdad construirán las obras, a cambio de no inmiscuirse en la realización del proyecto y solo cobrar un porcentaje del valor del contrato.
Si algo está documentado en el descomunal negocio de las privatizaciones en el mundo –impuesto por los grandes capitales que mangonean a las agencias internacionales de crédito–, es que las compras a menos precio, los favoritismos más insólitos y las defraudaciones al patrimonio público ocurren con las leyes en la mano, porque estas se modifican desde antes y a la medida de las conveniencias de los asaltantes.
La tercera trata sobre un aspecto muy poco mencionado en los análisis sobre el daño que la corrupción le provoca al progreso de los países, y no solo porque, como sí se señala con frecuencia, se roban la plata de la salud, la educación o las infraestructura, casos en los que el impacto negativo sobre la sociedad salta a la vista.
Se refiere al papel que juega la corrupción pública y privada en el fortalecimiento de unos mandamases que por esa vía separan su situación personal de la del país, de forma que tienen éxito aunque la nación fracasa e incluso ganan más cuando sus compatriotas pierden más. A estos corruptos del mundo de lo público y lo privado y que con frecuencia van y vienen del uno al otro, moviéndose entre lo ilegal y lo legal, poco les importan las políticas macroeconómicas que definen en el largo plazo la suerte del Colombia, porque su negocio consiste en parasitar las decisiones y los recursos públicos, aun cuando el país se hunda en el atraso y la pobreza. Si el negocio es defraudar el patrimonio público, ¿qué importa que las imposiciones del FMI o las concepciones del libre comercio arruinen la industria y el agro y destruyan cualquier posibilidad de auténtico progreso nacional? Si el lucro en grande se origina en intermediar fraudulentamente entre los intereses de las trasnacionales y el Estado colombiano, ¿qué más da que los intereses foráneos sean contrarios a los del país? Esta es la peor de las corrupciones, porque les arrebata a los colombianos hasta la posibilidad de crear riqueza, para no mencionar cómo la distribuye. Y no constituye una exageración afirmar que hay bastante de simbiosis entre neoliberalismo y corrupción.
Aunque no sirva de consuelo, los relatos de Carlos Andrés Echeverri no muestran un problema excepcional en Colombia, como podemos asegurarlo quienes recorremos el país y contamos con diversas fuentes de información. Con cuánta frecuencia me dicen: “Senador, lo que de aquí no pasa en ninguna parte, esto es lo peor”, afirmación sin duda veraz que me lleva a concluir sobre lo extendido de este cáncer en todo el país y a meditar sobre cuánto de cleptocracia tiene la llamada democracia nacional.
De ahí que resulte tan importante luchar contra la corrupción legal e ilegal y pública y privada en cada rincón de Colombia, pero también hacerlo en el plano de la vida nacional y de las relaciones internacionales, siempre contando con que llegará el día en que cambiaremos el actual orden de cosas, tan inicuo, y no solo por el tema que nos ocupa. Porque conozco a las gentes de Pereira, quienes construyeron su ciudad bajo el lema muy democrático de que en ella nadie es forastero, estoy seguro de que jugarán un papel decisivo en la construcción de una nueva Colombia.