Jorge Enrique Robledo
Bogotá, 19 de febrero de 2010.
Enorme indignación ha causado la reforma a la salud impuesta por el presidente Uribe al amparo de la Emergencia Social, instrumento que nos recuerda los decretos de Estado de Sitio. Y no es para menos, porque las nuevas normas empeoran en materia gravísima el ya pésimo sistema de salud que rige en Colombia.
Las reformas deterioran el Plan Obligatorio de Salud (POS) del sistema contributivo, es decir, los derechos de los afiliados en medicinas, especialistas y procedimientos, centrándolos en “la atención de baja complejidad”, lo que significa que será todavía más difícil acceder a tratamientos especializados, a los que inevitablemente se llega en la vejez y que muchos requieren en momentos más tempranos de sus vidas. Además, las normas se diseñaron para imposibilitar el uso de la tutela, el instrumento con el que se lograba superar la mediocridad del POS, y hasta ordenan que los enfermos paguen con créditos comerciales (respaldados por las cesantías o como puedan) los tratamientos costosos que antes les cubría el sistema. En una decisión monstruosa, calificada por los conocedores como sin antecedentes en el mundo, los médicos podrán ser incluso castigados si se atreven a formular de acuerdo con sus conocimientos científicos y su ética. Y se le dará el puntillazo privatizador a lo que queda de la red pública hospitalaria, porque las medidas también se tomaron para aumentar la integración monopolística de las EPS.
¿Hasta dónde llegará el maltrato a la salud de los colombianos? ¿Y hasta dónde las agresiones contra los médicos y demás trabajadores del sector?
Los decretos les echan a los bolsillos de los intermediarios financieros de la salud otros dos billones de pesos, suma que en buena medida saldrá del aumento del IVA, impuesto que pagan principalmente los sectores populares. Otra prueba más de que “confianza inversionista” significa gobierno plutocrático.
Y la Emergencia Social se determinó en flagrante atropello a la Constitución, porque así no puede modificarse la Ley 100 ni imponerse una reforma tributaria, y menos para atender problemas que no eran sobrevinientes sino de vieja data, como la incapacidad de las regiones para pagar las deudas contraídas con las EPS. Recuérdese que en 2007, cuando el uribismo aprobó en el Congreso el recorte de las transferencias para salud y educación a los departamentos y los municipios, el jefe del Estado, en contra de las evidencias, dijo que dicho recorte no afectaría las finanzas regionales.
Una vez estalló el repudio a los decretos, primero el ministro de la Desprotección Social –quien si tuviera algo de vergüenza ya habría renunciado– y luego el propio presidente Uribe repitieron la manida táctica de “dar la cara” en los medios de comunicación, es decir, la cara de la desfachatez para engañar ingenuos, la misma que usaron en sus casos los hijos del Presidente y Andrés Felipe Arias, a quien Daniel Coronell, con pruebas en la mano, acaba de sindicar de nuevas corruptelas. Como si fuéramos minusválidos mentales, se empeñan en hacernos creer que los decretos no dicen lo que sí dicen o en ofrecer reglamentaciones demagógicas contrarias a sus textos, ocultando que ellas no pueden contradecir lo ordenado por los decretos ley que ellos mismos impusieron. Todo para engañar a la ciudadanía y desmovilizarla, y consolidar la reforma regresiva.
No admite dudas el rotundo fracaso de la Ley 100 como instrumento capaz de ofrecerles a todos atención en salud de alta calidad, al igual que asegurarles a quienes trabajan en el sector un trato respetuoso y condiciones laborales decentes. Y es urgente derogar los decretos, derogatoria que puede y debe hacer inmediatamente el presidente Uribe recurriendo a la misma Emergencia Social con la que creó el nuevo problema.
La causa última del desastre de la salud en Colombia, desastre que tiende a agravarse, reside en que la Ley 100 no es una ley para la salud de los colombianos, sino para el negocio financiero con la salud de los colombianos.
Nota: Este artículo fue publicado en los periódicos La Patria, La Tarde, El Nuevo Día y el Diario del Huila.