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¿DEL DESASTRE AGRARIO A LA PRESIDENCIA?

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Jorge Enrique Robledo

Bogotá, 6 de febrero de 2009.

En medio de la descarada violación de las leyes que juró cumplir, Andrés Felipe Arias destapó su ambición presidencial, porque, dijo, así se lo pidieron unos amigos. Pocos debieron de ser. Porque si se exceptúa a unos cuantos favorecidos, para los demás colombianos la política agraria es un desastre.

 

Si se cerraran las importaciones de alimentos, Colombia sufriría una hambruna. El país se quedaría sin pan ni pastas, sin cerveza ni maíz y sus derivados, es decir, sin arepas ni huevos ni carne de pollo y de cerdo. La escasez de granos (fríjol, lentejas, garbanzos) sería mayúscula, y el precio de los alimentos se iría a las nubes. Esto porque, según la SAC, de 2002 a 2007 las importaciones agrarias pasaron de 4.4 a más de ocho millones de toneladas, cifras que comprueban que los principales beneficiarios de la política oficial son los productores extranjeros y los importadores. ¡Y eso que el TLC se les empantanó!

 

Como el año pasado el precio de los alimentos se incrementó en 11%, la inflación general –de 7.67%– sobrepasó el aumento de los salarios, pero peor les fue a los más pobres, porque la proporción de su gasto en comida supera la del resto de los colombianos. Esto ocurrió porque se prefiere producir combustibles a alimentos y por el aumento de los precios de la comida importada, precios sobre los que el gobierno echó el cuento de que serían menores, para justificar los daños a la producción nacional y el TLC. Además, el agro creció menos que los otros sectores de la economía y el desempleo y la pobreza rural le suman a la violencia como causas de dos millones de nuevos desplazados entre 2002 y 2008.

 

Que Colombia haya perdido su seguridad o soberanía alimentaria tiene como responsables criollos a personajes como Arias y Uribe, pues hay tierras, aguas y gentes de sobra para autoabastecer el país. Fuera de facilitar las importaciones, mantuvieron el sesgo antiagrario de la política económica, sesgo que ilustra que el agro aporte el 11% del PIB y apenas reciba el 3% del crédito nacional. Y los préstamos se concentran en un puñado, mientras al resto le tocan los agiotistas. No obstante lo macho como se presenta con tanta frecuencia ante las cámaras, el minagricultura tembló ante los monopolistas, que hacen lo que les da la gana con los precios de los insumos agrícolas y con lo que pagan por las cosechas. En el café, cuyos precios internacionales subieron no por obra del gobierno, se perdieron billones de pesos por la revaluación. Y el campo sufre por los altísimos impuestos a los combustibles y por unas vías convertidas en caminos de herradura.

 

Con el caso Carimagua, Arias, digno ex funcionario del FMI, hizo profesión de fe por la plutocracia y no por la democracia, es decir, por el gobierno de los ricos y no por el del pueblo. ¡Y de los ricos de verdad! Intentó que las 18 mil hectáreas no fueran para los campesinos desplazados y ni siquiera para varios empresarios, sino para uno solo, que para poder aspirar a ese premio gordo tenía que demostrar ingresos agrarios por 50 mil millones de pesos en los años anteriores. En Semana (Mar.11.08), el ministro afirmó que si a los pobres del campo les daban tierra, se volvían guerrilleros o paramilitares, silenciando que el 70% del valor en el agro lo genera el campesinado, a pesar del abandono estatal y la pobreza. Y fue capaz de afirmar que Colombia debía imitar el modelo malayo, tema del que no volvió a hablar cuando en el Senado se explicó que en Malasia hay una monarquía corrupta, con haciendas palmeras de 12 mil hectáreas en promedio y donde los jornaleros trabajan en condiciones miserables.

 

Bastantes escándalos por corrupción e indelicadezas, con paramilitares y todo, sacudieron dependencias del Ministerio de Agricultura. Afortunadamente, se hundió la ley de bosques, que apuntaba a arrasar las selvas naturales de Colombia. De la llamada ley “de desarrollo rural” la Procuraduría dijo que era anti pobres del campo. En un pasaje que en otro país le hubiera costado el puesto, Arias adujo que los indígenas tenían 31 millones de hectáreas, lo que los hacía algo así como latifundistas, mientras que con dolo ocultó que el 90% de esas tierras son selvas, parques naturales, desiertos y páramos, lo que no las hace aptas para la explotación agropecuaria. Persiguió los mataderos locales y la economía campesina en los negocios lácteo y avícola. E intentó financiar su clientelismo con un impuesto a la leche.

 

¿Carece, entonces, Andrés Felipe Arias de méritos para ser candidato? Por el contrario, sus favorecidos sostienen que los tiene todos.