Jorge Enrique Robledo Castillo
Contra la Corriente
Manizales, 28 de julio de 1996.
No produce placer recorrer las zonas cafeteras. Es común observar los plantíos que se deterioran y aún se abandonan ante la reducción de los ingresos de sus propietarios. Por doquier se oye el lamento de los campesinos que ya no alcanzan a vivir, ni siquiera en la pobreza, de sus cafetales. La llamada “clase media” del café enfila su destino hacia abajo, a pesar de los muchos sacrificios realizados. Hasta los productores mayores, sobre todo si carecen de otros ingresos, bailan en la cuerda floja y no pocos se precipitan al abismo. El hambre de los jornaleros espanta, mientras muchas de sus familias se descomponen sin remedio. Hasta los comerciantes y transportadores sufren por el hundimiento del cultivo que los sustenta. Lo único que prospera son las listas de los procesos judiciales de los bancos y los prestamistas y las lacras sociales propias de las economías que naufragan.
Lo anterior es el reflejo, pálidamente descrito, de lo que todos los analistas, el gobierno nacional, la Federación, los exportadores de café, la Iglesia y Unidad Cafetera, definieron como una crisis estructural en el foro realizado por la Universidad de Caldas el pasado 7 de febrero.
Los caficultores se hunden por los bajos precios externos impuestos por las transnacionales y las maniobras de los especuladores extranjeros; por la opulencia de las naciones compradoras y la pobreza de las productoras; por la tendencia del café a producirse en exceso y los menores costos de producción de los países competidores; por la debilidad de los empresarios cafeteros y lo empinado de las laderas donde se cultiva el grano; por la baja productividad de los cafetales y las dificultades para tecnificarlos; por la escasez de los créditos y las tasas de interés de usura; por la pérdida de gran parte de los ahorros de los productores y la política cambiaria de la apertura; por las trabas que tiene la sustitución de los cafetales por otros cultivos y las descomunales importaciones de alimentos; y por la política antiagraria impuesta por el Banco Mundial y las limitaciones de la economía campesina y la miseria del minifundio.
Ante la debacle que asecha no hay sino dos posiciones: la del neoliberalismo que predica, de frente o a hurtadillas, “que se salve el que pueda” y la de quienes proponen decirle no al capitalismo salvaje y piden el diseño de una política que atienda los reclamos de unos compatriotas que, por todos los títulos, tienen derecho al respaldo nacional.
Cualquier salida seria a la crisis deberá atender de manera integral sus causas estructurales, haciendo énfasis en que sin el correcto empleo de las instituciones cafeteras y sin un inmenso respaldo gubernamental se seguir profundizando la ruina de los productores. El reto de los caficultores, y de sus organizaciones, reside en lograr que el Estado asuma las grandes responsabilidades que le corresponden, si se quiere que esta crisis no pase del empobrecimiento y la miseria a la catástrofe.
Por esas razones, caficultores de toda Colombia desfilarán, de manera pacífica y civilizada, el próximo miércoles 21 de agosto por las calles de Armenia. Allí se pedirá alza del precio interno a 270 mil pesos la carga, cumplimiento de la Ley 223 sobre condonación de deudas, ampliación de esa política y suspensión de los procesos judiciales, subsidios contra la broca, defensa de las instituciones cafeteras, créditos suficientes, oportunos y baratos, no a las importaciones de alimentos y el cese inmediato de la estratificación rural, el último engendro oficial para subir las tarifas de los servicios públicos y los impuestos en las zonas rurales.
Como lo prueba la experiencia, mucho del futuro de los caficultores depender de que en Armenia se congreguen millares de productores, incluidos los que, por no haberlo necesitado, sería la primera vez que ejercieran su derecho democrático y legal de movilizarse.