Jorge Enrique Robledo Castillo
Contra la Corriente
Manizales, 13 de Septiembre de 2000
El viernes 8 de septiembre pasado marcharon por las calles de Ibagué cinco mil arroceros, quienes llegaron a la ciudad en 500 vehículos provenientes de los 13 municipios tolimenses en los que se cultiva arroz. A la misma hora, en los cielos ibaguereños volaba una avioneta que jalaba un enorme aviso que decía: “agricultores: no más esclavitud”. ¿Que motivó una protesta de esa magnitud, la cual se suma a los varios paros realizados durante 1999? ¿Cómo explicar que agricultores pequeños, medianos y aún grandes expresaran tan masivamente su descontento?
Estos productores, orientados por los distritos de riego del Tolima, por la Unidad por la Salvación Arrocera y por la Asociación Nacional por la Salvación Agropecuaria, protestaron nuevamente porque se encuentran al borde de la ruina como resultado de la política agraria aplicada en Colombia desde 1990, una vez se le impuso a la nación el modelo neoliberal. Su crisis se concreta en que los precios de compra del arroz han estado congelados, o han disminuido, durante los últimos tres años, en tanto sus costos de producción se han incrementado bien por encima de la inflación en el mismo lapso.
La eliminación del Idema, y de los precios de sustentación que el Estado garantizaba, les entregó a tres grandes compradores la potestad de fijar el precio del arroz nacional. Con la eliminación de los controles oficiales, los monopolios de agroquímicos han incrementado los precios a su gusto, y es conocida la determinación oficial de aumentar hasta el escándalo los precios de los combustibles. Por el cierre de la Caja Agraria y por las restricciones del crédito bancario al agro, muchos arroceros terminaron presos de los préstamos más caros del mercado financiero informal. Como si fuera poco, las importaciones de arroz provenientes del Ecuador han presionado a la baja el precio de compra de este cereal y a estos agricultores ya ni siquiera les queda la posibilidad de rotar sus tierras con otros cultivos, pues la producción de éstos desapareció arrasada por la importaciones de siete millones de toneladas de productos agrícolas subsidiados.
Entre esta realidad, que la administración Pastrana conoce en detalle, y lo que registran el Acuerdo con el Fondo Monetario Internacional y el Plan Colombia, no hay duda de que la política oficial consiste en eliminar, o en reducir hasta su insignificancia, la producción de arroz en Colombia, porque lo que está establecido es que el país se especialice, ahora más que nunca, en los cultivos tropicales que por razones del clima no pueden cultivarse en los países localizados en las zonas templadas del planeta. No fue una simple ilusión la que expresó en 1998, en el XIII Congreso Internacional de Induarroz, Linda Kotschwar, representante del Departamento de Agricultura de Estados Unidos, cuando dijo: “es factible que Colombia se convierta en un mercado regular para el arroz norteamericano”. Si la política de estrangular a los arroceros logra imponerse, hasta que llegue el momento en que no puedan sembrar, el gobierno nacional tendrá el pretexto que le ha faltado para autorizar importaciones masivas de arroz de cualquier parte, en beneficio de los productores extranjeros y de las transnacionales que comercializan cereales en el mundo.
El fin del cultivo del arroz en Colombia, que llegó a sembrarse en 500 mil hectáreas y que tiene productividades entre las mejores del mundo, no solo arruinaría a las casi 30 mil familias que lo producen y tiraría al desempleo y al hambre a las decenas de miles de jornaleros que laboran en él. También agravaría en grado sumo la crisis de las restantes actividades económicas de Tolima y Meta y de los otros departamentos donde se cultiva, los cuales fueron territorios de profundo subdesarrollo hasta que se instaló la producción arrocera en ellos. Desaparecería, además, el último cultivo temporal mecanizado que queda en el país, sector en el cual ya se han dejado de sembrar 700 mil hectáreas. Y es obvio que las siembras de palmas, pitahayas, mangos, chontaduros, cardamomos, achiras y carambombos no serán capaces de darle empleo útil y rentable a las tierras arroceras, así el cinismo neoliberal haga demagogia ofreciéndolos como “alternativas”.
Claro que, según muestran el desarrollo de la organización y el calibre de las protestas, también podría suceder que los arroceros, con el respaldo del resto de las gentes del agro y de toda la nación, terminaran por imponerle al gobierno nacional las medidas que requieren para no perder su derecho a trabajar, entre las que se destacan la fijación de precios de compra para el arroz remunerativos, estables y garantizados por el Estado, créditos institucionales abundantes y baratos, control a los costos de los insumos necesarios y, por sobre todo, el compromiso solemne de no seguir “solucionando” la crisis del agro mediante el estímulo a las importaciones de lo que puede producirse en el país.