Jorge Enrique Robledo Castillo
Contra la Corriente
Manizales, noviembre 24 de 1995
Jorge Cárdenas Gutiérrez afirmó: “la caficultura colombiana tendría que sufrir una fuerte reestructuración, que implicaría la salida de muchos productores”. Juan Manuel Santos calculó que, para sobrevivir, el caficultor deberá bajar sus costos a 16 mil pesos por arroba (70 centavos de dólar por libra), es decir, 30 por ciento menos que el promedio nacional de hoy (!); y que, aun así, habría que eliminar 300 mil hectáreas de cafetales (!). Y Perry dijo que el problema del café es el más grave de la economía del país. Peor, bien difícil. Desafortunadamente, las oportunas advertencias de Unidad Cafetera Nacional terminaron convirtiéndose en realidad.
La ventaja del consenso en torno a la gravedad del problema radica en que el debate se coloca en donde aumenta su interés: qué hacer con la caficultura y con los cafeteros, pues habrá que suponer que nadie, que esté cuerdo, propondrá el absurdo neoliberal de “sálvese el que pueda”.
Y ya se han oído algunas propuestas, pero hasta ahora con un error en el cual no puede insistirse: pensar que los caficultores podrán salvarse mediante correctivos unilaterales. La batalla habrá que librarla en el país y en el exterior y en los cultivos y fuera de ellos, porque al fin y al cabo el precio externo ser decisivo y porque la competitividad del café colombiano no la definen sólo los esfuerzos de los finqueros. A manera de ejemplo, recuérdese que el Pacto del Café fue fundamental para Colombia y que sin el paso de las mulas a los trenes y a los camiones, que rebajó el costo de los fletes, seguramente la caficultura nacional no habría sobrevivido a la competencia externa en la primera mitad del siglo.
Sin pretender agotar al tema, hay cosas para mantener y profundizar y otras para modificar. Haciendo los correctivos que sean del caso, las exportaciones institucionales deben fortalecerse, pues en algo controlan las maniobras de los especuladores foráneos y permiten trasladarle las sustanciales utilidades de esta parte del negocio a los productores, al tiempo que ordenan las compras en el mercado interno. La Flota Mercante Grancolombiana podría subsidiar el transporte marítimo del café y las instituciones cafeteras deberían democratizarse. Por su parte, el papel estatal será definitivo: con la actual política cambiaria el cultivo del grano no tiene futuro; los recursos públicos deben salir en auxilio de los productores y deben desaparecer los impuestos discriminatorios que los afectan, en tanto el gobierno debe asumir todo el pago de las obras públicas en las zonas cafeteras. Y algo habrá que hacer con las deudas y los altos costos del crédito y de los insumos, que también son asuntos ajenos al control de los productores que les afectan la tan mentada “eficiencia”.
Y sustituir cafetales por otros cultivos sí que exige cambios: primero, porque las importaciones de alimentos pasaron de setecientas mil a tres y medio millones de toneladas en los últimos cinco años. Y segundo, porque cualquier sustitución con probabilidades de éxito tropieza con la gran debilidad de muchos de los empresarios del café y con la extrema pobreza de los minifundistas típicos, que entre los cafeteros llegan al 38 por ciento, y a quienes, según Junguito y Pizano, hay que sumarles los propietarios de fincas “con unas superficies entre tres y ocho hectáreas y en las cuales el área de cafetales ocupa menos de cuatro hectáreas”.
Cuánto se equivocaron quienes predijeron que el café había perdido su importancia en el país. Al revés. Ganar n los que apuesten a que este tema seguirá consumiendo buena parte de la materia gris de los colombianos. Ese es el reto!