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Desde 1989, 13 artículos en que sustento un Gran Acuerdo Nacional

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Artículos publicados en el diario La Patria

 

1. UNA RECETA CONTRAINDICADA

 

Jorge Enrique Robledo
Manizales, 27 de abril de 1989.

Imposible sustraerse a la invitación del Doctor Samuel Hoyos Arango –ex ministro de Estado–, en el editorial de La Patria del 17 de abril pasado, para que la ciudadanía debata las últimas recomendaciones del Banco Mundial sobre el comercio exterior colombiano. Es tanto lo que está en juego que, como él lo afirma, la discusión no debe “limitarse a las autoridades gubernamentales”. Ya el decano de la Facultad de Economía de la Universidad de los Andes, Eduardo Sarmiento Palacio, calificó la política como de “salto al vacío”, al tiempo que el mismo Doctor Hoyos la señaló como una “propuesta tan atractiva como peligrosa”. Y el exministro Antonio Álvarez Restrepo afirma al respecto: “Hay veces en que es necesario decir no, amistosamente, cordialmente, pero con una buena dosis de firmeza”.

En resumen, y según publicación del diario La República, el Banco Mundial aboga por eliminar las licencias de importación y los subsidios a las exportaciones, mientras le concede a la tasa de cambio el poder “principal” para proteger la industria nacional de la competencia externa y para penetrar con sus mercancías en los mercados extranjeros. En palabras de Sarmiento Palacio, “se trata de un nuevo intento de desmontar la protección para someter la economía a la competencia internacional”.

Nadie discute los aspectos positivos de los negocios entre las naciones. Resultan obvios los problemas de los desarrollos autárquicos. Pero sí pueden debatirse las características del intercambio y, sobre todo, cómo lograr que este garantice el beneficio recíproco, base inmejorable de cualquier relación internacional. Y el beneficio recíproco no debe orientarse por unas supuestas conveniencias inmediatas, sino que debe guiarse por los intereses estratégicos del conjunto de la sociedad. Poco lograríamos si, por ofrecerle al consumidor unas mercancías hoy más baratas, se sacrificara el actual desarrollo industrial y agropecuario y la creación de una base material completa que permita, en el futuro, romper nuestra exagerada dependencia de la importación de bienes y servicios.

De acuerdo con lo anterior, hay que preguntarse: ¿sin una adecuada protección, sobreviviría la actividad agroindustrial a la competencia de los productos foráneos? ¿Debe renunciarse abiertamente a los subsidios como un mecanismo para penetrar en los mercados extranjeros?

En los dos casos habría que responder negativamente. Son tan abismales las diferencias de productividad del trabajo entre las potencias industriales y los países como el nuestro, que el libre movimiento de las mercancías puede desbarajustar la economía nacional. Pero, además, se sabe que la “libertad de comercio” que pregonan los países desarrollados termina ahí en donde les conviene a sus particulares intereses. Dos ejemplos ilustran la situación: un estudio realizado para Fenalce indica que los subsidios a los productos agrícolas de las potencias occidentales se acercan a la astronómica suma de ¡cien mil millones de dólares! Y Fedesarrollo explicó, en su libro Economía cafetera colombiana, que “el incremento de exportaciones de café procesado podría llegar a ser motivo para medidas discriminatorias”, de acuerdo con la Ley de Comercio norteamericana.

Aquí no caben ilusiones. Quien no defienda lo suyo corre el riesgo de perderlo todo. La historia de los países que lograron superar el atraso es, en buena medida, la historia de cómo se aseguraron –de una u otra manera– su mercado interno. Nadie puede soñar siquiera con el ingreso en los mercados mundiales si primero no se garantiza la posesión del suyo. La cosa es al revés de como propone el Banco: Colombia no padece por el proteccionismo sino por su carencia. Los industriales del campo y la ciudad han debido desarrollar su casi quijotesca labor mientras observan cómo las mercancías importadas y el contrabando les saquean el mercado. Las demasías proteccionistas –si existieren– deben atenderse cuidadosamente pero sin arriesgar lo que se ha conseguido. Es de orates destruir la riqueza creada.

 

Apertura VS industria nacional (2)

 

2. “LOS MALOS DEL PASEO”

 

Jorge Enrique Robledo
Manizales, abril 1 de 1990.

 

Los funcionarios oficiales encargados de ejecutar la apertura económica suelen argumentar al socaire, como quien no quiere la cosa, que la única alternativa para la modernización de la industria nacional consiste en azotarla con la competencia externa, dado que el proteccionismo aplicado hasta ahora, como política para el desarrollo industrial, ha sido mal utilizado por los empresarios; que estos han abusado de la protección para hacer enormes utilidades; y que el resguardo del mercado interno genera un empresariado poco emprendedor, que se lucra con el estancamiento o con el lentísimo progreso de sus factorías. Los industriales aparecen como “los malos del paseo”.

 

Así, presentan la apertura como una política que no solo permitirá disminuir el costo de la vida, sino que, de paso, les propinará un justo castigo a los responsables del atraso nacional, de los bajos salarios, del desempleo y de las demás lacras que afectan a las mayorías laboriosas. Y esta lógica amañada no debe extrañar en un país en el que no pocos jefes políticos, ministros y presidentes, de vez en cuando, se dan aires de demócratas clavándole su puya, o dándole un auténtico mandoble, a los “ricos del país”, de lo cual sindican a los empresarios del campo y la ciudad.

 

Pero ¿pueden demostrar los acuciosos defensores de las políticas de las agencias internacionales de crédito que la responsabilidad del atraso industrial reside en los empresarios? ¿Son capaces de probar que la industria nacional ha contado con la debida protección? ¿Es Colombia un “paraíso” de los industriales? Y todavía más: ¿son las “clases dominantes” colombianas los productores urbanos y rurales? Aquí sí hay tela de donde cortar, aun cuando cortarla pueda colocar al analista en la picota de una demagogia evidentemente interesada. Veamos:

 

Desde hace muchos años que las barreras arancelarias colocadas para proteger la industria nacional se convirtieron en letra muerta. Ha llegado a tal punto la inundación del contrabando, bajo la mirada complaciente de las autoridades, que en este inmenso sanandresito en el que terminó convertida Colombia se consiguen ¡hasta cigarrillos Pielroja de contrabando! Y si, por el azar, al país ingresan unos dólares de más, no se favorece a la industria, mejor se reducen los impuestos a las mercaderías extranjeras, como ocurrió con la bonanza cafetera de los setentas.

 

Nunca ha existido una auténtica concertación, y de largo plazo, entre empresarios y autoridades estatales. Cada administración decide a su antojo, y en sus cuatro años, lo que debe hacerse con un sector que, por razones obvias, requiere planearse en lapsos prolongados y al que afectan mucho las genialidades del funcionario de turno.

 

No ha habido suficientes líneas de crédito de fomento, con plazos largos y denominadas en pesos, y van varios lustros con tasas de interés del orden del 50 por ciento. Los impuestos para la importación de maquinarias y equipos superan el 40 por ciento de su valor FOB. Y los dólares para importar bienes de capital y materias primas se encarecen a más del 30 por ciento anual.

 

No existen ferrocarriles, los puertos dejan muchísimo que desear y las tarifas de energía eléctrica son de las más altas del mundo. ¡El progreso de la ciencia y la tecnología nunca ha sido prioridad en las políticas del Estado para el sistema educativo!

 

Y para cerrar con broche de oro, el boleteo, la extorsión y el secuestro terminaron convertidos en otro “costo de producción” de la industria nacional.

 

Entonces, se necesita cara dura para decirle a la nación que no debe resguardarse el mercado interno de las mercancías foráneas, porque los industriales abusan de la protección brindada, y que solo queda la receta de la banca internacional como alternativa para el desarrollo del país.

 

Apertura VS industria nacional (3)

 

3. NACIONES CONTRA EMPRESAS

 

Jorge Enrique Robledo
Manizales, 15 de abril de 1990.

 

“Entonces yo llego a la tesis de que la competencia internacional no es entre industrias ni entre empresas, sino entre naciones, naciones completas, ni siquiera entre economías sino entre naciones”.
Darío Múnera Arango, presidente de Coltabaco y de la Junta Directiva de la Andi.

 

Algún día, las relaciones de intercambio entre los pueblos de la tierra se harán “en pie de igualdad y para el beneficio recíproco”, tal y como hasta ahora apenas se ha logrado en las declaraciones diplomáticas. Y también algún día se desvanecerán las diferencias nacionales, por lo menos en lo que a sus contradicciones económicas respecta. Pero mientras ello no ocurra, cada nación puede tener intereses diferentes e incluso contrapuestos a los de otros países cercanos o lejanos. Las fronteras, los ejércitos, las leyes, las aduanas y hasta las simples visas que controlan al viajero se encargan de recordarnos que todavía estamos lejos de convertirnos en una auténtica comunidad a escala planetaria, aunque ya se vislumbren pasos en esa dirección. Olvidar las diferencias y antagonismos existentes significa desconocer el abecé de la realidad económica actual y ponerse en la incómoda posición del “camarón que se duerme…”.

 

Ninguna de las naciones colocadas a la vanguardia del progreso técnico ha llegado a ese nivel sin antes asegurar un territorio sobre el cual ejercer la soberanía política y, simultáneamente, garantizar el control económico de su mercado interno, incluso a costa de recurrir, llegado el caso, a sus ejércitos para asegurar el respeto de sus fronteras. Y solo han logrado modernizarse aquellos países en los cuales el proceso de industrialización ha contado con el respaldo de toda una nación, organizada como Estado. Los monopolios internacionales más exitosos han sido llevados de la mano por los gobiernos de sus países, tanto que, en no pocos casos, se han supeditado los intereses nacionales a los de una empresa particular, como lo recuerda aquella frase muchas veces repetida durante la Segunda Guerra Mundial: “Lo que es bueno para la General Motors es bueno para Estados Unidos”.

 

Todo, absolutamente todo, en las potencias está diseñado para que sus empresas prosperen. Subsidios, aranceles, prohibiciones, tasas de interés, devaluación, infraestructura, inflación, diplomacia, educación, fuerzas armadas, etc., etc., apuntan a garantizar el éxito de los negocios de sus naciones.

 

El grado de apertura del comercio exterior de las metrópolis se supedita, única y exclusivamente, a los intereses de sus coterráneos. Sus legislaciones al respecto no permiten que, en términos generales, se vulnere el interés patrio que, en este caso, se asimila con el empresarial. La soberanía política les sirve para asegurar el control económico de su mercado interno, y para salir con todo el vigor a apoderarse de los mercados de las naciones que se lo permitan. Con esta lógica, se protegen en aquellos sectores en los que padecen de alguna debilidad, y “recomiendan” la apertura de los mercados de las demás naciones en aquellos renglones en los que son competitivas. Para eso deciden sobre sus propias legislaciones, y deciden –o lo intentan– sobre las legislaciones de los otros países.

 

La realidad es que las empresas colombianas sí compiten contra poderosas naciones. Y si en el país no se pone también a la nación como respaldo de la actividad empresarial, poco o nada podrá hacerse frente a la competencia internacional. En las actuales condiciones, aceptar la apertura que exige la banca internacional significa renunciar a una serie de prerrogativas económicas que se derivan, única y exclusivamente, del pleno ejercicio de nuestra soberanía política, es decir, significa olvidar que los Estados nacionales fueron precisamente creados para propiciar y proteger el desarrollo económico.

 

4. POR UN PROYECTO DE UNIDAD Y PROGRESO NACIONAL

Jorge Enrique Robledo
Aviso en El Tiempo
Bogotá, 13 de enero de 2006.

 

En Colombia, donde nunca ha existido un verdadero proyecto de desarrollo de la producción y el trabajo nacionales, realidad que se ha empeorado a raíz de la apertura impuesta desde 1990, es imperativo emprender un proyecto de unidad nacional en torno a un conjunto de propósitos de largo plazo que, al menos, tenga como base las siguientes concepciones económicas:

Reconocer que Colombia, por la extensión y condiciones de su territorio y el número y calidades de sus habitantes, debería pertenecer a los países que mayores aportes le han hecho a la evolución material y cultural del mundo. Aceptar, entonces, que avergüenzan un producto per cápita quince veces menor al de las naciones de mayor éxito y una pobreza que las quintuplica porcentualmente. Y compartir que su política económica y social debe ser una que apunte a sacarla de sus carencias, y no la mediocre y mezquina de hoy, que no tiene como objetivo superar el atraso y la pobreza, pues a sus auspiciadores les parece gran cosa lograr que las condiciones de vida de las gentes no se degeneren hasta extremos insoportables, no vaya a ser que estas entren en rebeldía.

Hacer de Colombia la patria amable para sus nacionales también exige entender que no puede aceptarse como legítima cualquier práctica que dé ganancias. El robo y el secuestro, para poner unos ejemplos extremos, se prohíben porque le hacen año a la sociedad, así sus perpetradores se enriquezcan. Lo mismo puede decirse del contrabando, el narcotráfico y la usura. ¿Qué decir, entonces, de quienes defienden el TLC con un simple “es que yo gano”? ¿Y los demás colombianos, la casi totalidad, que no sólo no ganará sino que perderá? ¿Y cómo hace parte esa posición de un proyecto de unidad y progreso nacional? La famosa frase de Fabio Echeverri Correa, que hoy repite complacida la jefatura uribista, de que “la economía va bien pero el país va mal”, es la expresión burlona de quienes lograron separar su suerte personal de la suerte de la nación y los tiene sin cuidado lo que les pase a los demás.

Sacar al país de su crisis también exige mantener sus vínculos con el mundo, como es obvio, pero no con cualquier tipo de relación sino con la que le sirva al proyecto de progreso material y cultural y de independencia política de la nación colombiana. ¿O hicieron mal quienes en el siglo XIX entregaron sus vidas en la conquista de la soberanía y el derecho de autodeterminación nacional, para poder establecer relaciones internacionales diferentes a las del colonialismo? De dichas conquistas debe concluirse el rechazo a la globalización neoliberal, porque esta responde, de manera excluyente, a los intereses de los monopolistas de Estados Unidos y de las otras potencias.

La superación de los problemas de Colombia igualmente pasa por valorar el mercado interno como el principal objetivo de las ventas de su producción industrial y agropecuaria, producción que debe protegerse sin vacilaciones. El llamado desarrollo por exportaciones, fuera de mentiroso porque no ha ocurrido en ningún país, rompe cualquier identidad de intereses entre el capital y el trabajo de la nación, pues lo que les interesa a los empresarios exportadores es tener mano de obra barata aquí y buena capacidad de compra en el exterior.

El auténtico progreso de Colombia también exige convertir la industrialización en un objetivo fundamental, pues solo así pueden las naciones darle fundamento a su progreso y bienestar. Este pensamiento incluye el repudio a la propuesta neoliberal de especializar al país en las maquilas de baja tecnología que requieren las trasnacionales y en la exportación de materias primas agrícolas y mineras.

El proyecto de progreso de la nación colombiana, para que pueda serlo, tiene que responder con especial celo a los intereses y derechos democráticos de los trabajadores de todos los tipos, al igual que asegurarles a ellos y a sus familias el acceso a salud y educación de alta calidad. Y debe repudiar de plano, sin atenuantes ni esguinces, la práctica neoliberal de empobrecer, empobrecer y empobrecer, persiguiéndoles a los asalariados cada centavo de sus ingresos porque los plutócratas, y en especial los extranjeros, lo desean para ellos.

 

5. EL CLIENTELISMO ES POLÍTICA DE ESTADO EN COLOMBIA

 

Jorge Enrique Robledo
Bogotá, 27 de marzo de 2014.

 

Al común de los colombianos pudo sorprenderlos que Juan Manuel Santos presentara como normal y deseable entregarles tres billones de pesos a sus mayores barones electorales para que definieran en qué gastarlos y a cambio de votar por él, política que implica cohechos, gasto público ineficiente, corrupción y constreñimiento clientelista al elector. El aire inocente con el que se atrevió a presentar semejante despropósito sale de su insondable cinismo y de que él y sus compadres, del sector público y privado, han conformado una sociedad cuyo nivel de tolerancia a las corruptelas hasta amenaza con deshacerla.

 

Pero el descaro presidencial en nada sorprendió a quienes en Colombia saben por dónde va el agua al molino, y menos a los promotores y beneficiarios de un régimen político en el que el clientelismo en todas sus variantes no es una falla excepcional del sistema sino la estrategia acordada para ganar las elecciones y arroparse con una falsa respetabilidad democrática.

 

Según Alejandro Gaviria, quien tiene por qué saberlo, las cosas operan así. “Desde los años sesenta al menos, un arreglo pragmático, un pacto implícito, ha caracterizado el ejercicio del poder en Colombia: los partidos políticos tradicionales han permitido o tolerado un manejo tecnocrático y centralizado de la macroeconomía a cambio de una fracción del presupuesto y la burocracia estatal, de auxilios parlamentarios, partidas regionales y puestos. Para bien y para mal, el clientelismo ha sido el costo pagado por la ausencia de populismo”, y populista es como estigmatizan cualquier orientación económica y social que no haya sido definida en Washington y que pueda perturbar los intereses de los nativos que ganan con este arreglo perverso. Y Rudolf Hommes, otro que sabe de estas verdades, agrega: “El clientelismo ha sido una decisión consciente de las élites, y es un mecanismo que se utiliza para comprar respaldo, preservar el sistema y debilitar a los adversarios políticos (…) el clientelismo puede verse como una forma deliberada de extraer recursos para la élite y sus colaboradores” (https://db.tt/R1nliOn4).

 

El propósito principal del clientelismo y la corrupción electoral no es, entonces, la corrupción del político en sí misma –aunque el interés en ella no es despreciable–, sino el poder conseguirse los votos necesarios para ganar la dirección del Estado y, desde allí, imponer un determinado tipo de modelo económico y social. En concreto, Santos usa los recursos públicos para comprarse a los congresistas y para que estos a su vez adquieran los votos necesarios para elegirse, todo a cambio de reelegirlo y aprobarle en el Congreso cuanta medida definan en la Casa de Nariño, así sea la más contraria al progreso de Colombia y a los ciudadanos que los eligen. Las “élites” hicieron “un arreglo pragmático”–según Hommes y Gaviria– para poder gobernar de la peor manera, es decir, a favor del excluyente beneficio de los magnates extranjeros y de sus intermediarios nativos y, de todos modos, ganar las elecciones.

 

Claro que bien vistas las cosas, “los partidos políticos tradicionales” (Gaviria) no pueden hacer política de otra manera para mantenerse en el poder y seguir imponiendo el capitalismo atrasado y enclenque, de baja productividad y producción, de monopolios, concentración de la riqueza y corrupción y desempleados y pobres que le han impuesto a Colombia. Porque estaría condenado a la derrota quien en vez de clientelismo ofreciera: “Voten por mí que yo les acabo la industria y el agro con los TLC”, “voten por mí que yo les entrego a los extranjeros la riqueza nacional”, “voten por mí porque yo prefiero las EPS a la salud de la gente”, “voten por mí que yo les cambio el derecho a la educación de calidad por la ignorancia o la mediocridad educativa y una deuda con el Icetex”.

 

Que no vengan los que saben pero que se hacen los locos, como sucede cada cuatro años, a “descubrir” el clientelismo de los chivos expiatorios tras los cuales ocultan que estos no son la excepción del sistema político sino la norma, al tiempo en que también se sirven de ciertos figurones para ocultar que es el clientelismo el que garantiza el éxito de las listas que encabezan. Y que tampoco vengan ciertos cínicos favorecidos por el régimen a justificar con un falso ropaje académico este sistema tramposo que anquilosa y hambrea a Colombia y a utilizar como “prueba” de la legitimidad de las políticas del Consenso de Washington el que sus ejecutores en el país “tengan el respaldo ciudadano”, porque los hechos prueban exactamente lo contrario.

 

6. EMPRESAS ¿SÍ O NO? (1)

 

Jorge Enrique Robledo
Bogotá, 19 de junio de 2020.

 

Desde la Revolución Industrial, la humanidad ha creado más riqueza y empleos que en los restantes milenios de la historia. Y se sabe del aporte decisivo de la máquina de vapor en esa transformación. Porque con ella, y los motores de explosión y eléctricos que vinieron luego, las herramientas se convirtieron en máquinas-herramientas, se multiplicaron por mucho las fuerzas motrices y se disparó la productividad del trabajo y su capacidad para generar riqueza. Basta con comparar la producción del maestro artesano, el aprendiz y sus escasos instrumentos con la de las fábricas y sus numerosos trabajadores. Y van dos siglos más de infinidad de avances científico-técnicos que elevan y elevan la productividad del trabajo.

 

Se comprende menos que sin unas transformaciones económicas y sociales anteriores, el poder de la máquina de vapor no habría sido efectivo, porque ella solo tiene sentido si se usa para producir a escalas mayores y para grandes mercados, mediante una numerosa fuerza laboral concentrada y organizada bajo una misma dirección técnica, es decir, dentro de las organizaciones poseedoras de importantes recursos económicos y de todo tipo que llamamos empresas, las cuales también aparecieron en el resto de la economía. Sin negarle su importante contribución a la riqueza y el empleo que se crean a menor escala, por ejemplo, con campesinos y otras formas de trabajo personal o familiar, la economía empresarial resulta insustituible para abastecer a 7.700 millones de personas.

 

Al mismo tiempo, las relaciones laborales evolucionaron de ser exclusivamente brutales a unas más civilizadas –aunque no han desaparecido las bárbaras–, por las luchas democráticas de los trabajadores y porque grandes poderes comprendieron que la mayor capacidad de compra de las gentes favorecía los negocios. Y los trabajadores y sus dirigentes entendieron que era imposible hacer de cada persona un empresario y que entre sus intereses, además de las mejores condiciones laborales, debe estar que las empresas prosperen y no se cierren, porque ellos mismos pierden sus empleos e ingresos. Así pues, y no obstante las naturales contradicciones, los asalariados tienen con el empresariado esa coincidencia fundamental, que por razones obvias debe ser parte de los acuerdos nacionales.

 

El debate sobre las empresas no reside entonces en si deben existir o no, sino en cuáles deben ser sus características para que operen de la mejor manera. Y si esto es así, ¿cómo está Colombia? ¿En el primer nivel del mundo o padecemos por otra lamentable mediocridad nacional? Aunque no hay estadísticas precisas, prueban el subdesarrollo de la economía empresarial del país lo escaso del producto por habitante, del consumo de electricidad y del nivel científico-técnico, así como el exceso de importaciones y la escasez de las exportaciones, muy concentradas además en materias primas.

 

Son también prueba reina del atraso de la economía empresarial y de todo orden el alto desempleo y que la OIT calcule la informalidad –¡antes del Covid-19!– en el 60 por ciento, en tanto en Alemania llega al 10 por ciento. Y más diciente aún es que apenas cotiza para pensiones el 31 por ciento de la fuerza laboral.

 

Se vuelve clave entonces comprender el porqué de esta situación, la base para poder modificarla. Y solo hay dos posibilidades: la primera predica de frente o solapadamente, dentro de la idiotez racista, que empresarios y trabajadores no desarrollan a Colombia por brutos, vagos y otros defectos. Y la segunda denuncia con pruebas que las políticas oficiales nunca se han propuesto, de verdad, convertir su economía en una de primer nivel, aprendiendo de la experiencia de los países que sí lo han hecho. Y esto sí que ha sido cierto en los últimos 30 años.

 

Debe por tanto avanzarse en un pacto nacional a partir de dos ideas. Reconocer que Colombia va mal, funcionando muy por debajo de su potencialidad, y con tendencia a decaer aún más, incluso desde antes del duro golpe de la pandemia. Y diseñar políticas de cambio procurando que sean en especial la industria y el agro los que jalonen el crecimiento del empleo formal y del ahorro interno a las tasas suficientes para poder escapar de la trampa del atraso, el desempleo, la pobreza y la desigualdad social en la que estamos presos.

 

7. SON LAS IMPORTACIONES, ESTÚPIDO

Jorge Enrique Robledo
Bogotá, 21 de noviembre de 2020.

 

En la campaña electoral en la que George Bush padre perdió con Clinton, este ganó, en buena medida, porque centró el debate en la mala situación económica de Estados Unidos, énfasis que se hizo famoso porque alguien de la campaña fijó un aviso que rezaba: “Es la economía, estúpido”, una curiosa pero eficaz manera de resaltar el problema principal.

El título de este artículo busca entonces poner de presente que la profunda crisis nacional de subdesarrollo, quiebras, desempleo y pobreza, ya gravísima antes de la pandemia, tiene como culpa principalísima que van 30 años –¡30 años!– de todos los gobiernos dedicados a facilitar la entrada de bienes extranjeros a Colombia, bienes que estamos en capacidad de producir en el país. Generar riqueza y empleo en el exterior y destruirlo e impedirlo aquí es una política que acabó destruyendo una gran parte de la riqueza acumulada a lo largo de décadas y le ha provocado gravísimos daños a la industria y el agro y a la generación de ahorro y empleo, lastrando aún más el progreso nacional.

Se confirmó además, como también lo advertimos algunos, que era falso que esos errores garrafales se subsanarían con el aumento de las exportaciones, la minería de las trasnacionales y el enorme e irresponsable incremento de la deuda externa, según lo ha demostrado la experiencia.

Este desastre no ha ocurrido, por tanto, como dicen neoliberales astutos y ciudadanos confundidos, porque los productores colombianos –empresarios, asalariados y trabajadores por cuenta propia del campo y la ciudad– sean incapaces de hacer las cosas bien, sino porque además un Estado clientelista y corrupto, que despilfarra los recursos que deberían respaldar el progreso nacional, los obliga a competir con costos mayores que los de los extranjeros, como bien lo muestra que allá ellos producen y exportan con fuertes subsidios y créditos abundantes y baratos, en tanto aquí poco respaldo oficial y crédito escaso y muy caro.

Para lograr el objetivo de facilitar las importaciones –sí, para eso– se pactaron numerosos TLC a favor de los productores extranjeros, y hasta han llegado al colmo de bajarles los aranceles unilateralmente, regalándoles –esa es la palabra– el mercado interno, base insustituible del progreso industrial y agropecuario de cualquier país.

¿El inevitable resultado de este ataque al progreso de Colombia? Más quiebras, más desempleo e informalidad, más pobreza, miseria y hambre, con su conocido corolario: más corrupción, incluido el mayor clientelismo político, que les permite arrear electores a las urnas y gobernar de la peor manera, pero ganar las elecciones. Es decir, un capitalismo subdesarrollado, muy premoderno y excluyente en sus aspectos positivos, capaz de provocar los problemas que por su naturaleza crea este modo económico, pero que no produce, como sí ocurre en otros países, los recursos para atenderlos con seriedad y actitud democrática.

Lo nuevo es que crece la comprensión acerca de que esos tratados fueron mal negociados, contra el interés de Colombia, llevándonos a un callejón sin salida. Porque el petróleo y la minería y la inmensa deuda externa en dólares, que usaron los gobiernos para tapar que la economía se arruinaba y alargarle su agonía, no dan más, se agotaron, en tanto, desde antes de la pandemia, insisto, se sabía del fracaso de esas políticas para desarrollar a Colombia.

Entre las últimas expresiones del creciente desacuerdo empresarial con el actual modelo económico está la muy autorizada del exitoso industrial colombiano Jimmy Mayer, quien, luego de analizar los errores de los últimos años, concluye que “Colombia necesita un cambio en los TLC”, “renegociarlos”, propuesta que por supuesto no implica renunciar a la economía de mercado ni a los negocios internacionales, sino hacerlos en beneficio del país.

En entrevista en El Tiempo (Nov.13.20), que no resumo en este artículo porque prefiero invitarlos a leerla en bit.ly/2Kv8CQc, entre otros aspectos, Mayer señala la mediocridad de las cifras económicas y sociales del país, enfatiza la insustituible importancia del desarrollo industrial y agropecuario y, con acierto y actitud democrática, explica que no debe maltratarse a los trabajadores y empleados colombianos, a los que, porque los conoce de cerca en sus empresas, les reconoce sus altas calidades.

Otra prueba más de que en Colombia sí hay espacio para lograr amplios acuerdos nacionales, empezando por uno que les sirva de base a los restantes: crear más fuentes de trabajo y riqueza que, como se sabe, son la base del progreso económico, social, político y cultural de la humanidad.

8. EL DESEMPLEO ADEMÁS ES UN CRIMEN

Jorge Enrique Robledo
Bogotá, 25 de septiembre de 2020.

 

Se sabe que el desempleo es de lo peor que puede pasarles a las personas y las familias. Porque significa pobreza y miseria, hambre y desnutrición, techo muy precario, grandes carencias en salud, educación y recreación, alta corrupción y fuerte deterioro ambiental. La falta de trabajo también es la certeza de no poder acceder a una pensión ni a ahorros para asegurarse una vida digna en el inevitable y duro momento de la vejez. Y puede llevar a complejos problemas emocionales, porque el trabajo es también la primera necesidad vital de los seres humanos.

Pero se entiende menos que el desempleo significa además, y ni se diga si es tan alto como el de Colombia, con 16,1 millones de personas sin trabajo, sin contar estudiantes, un verdadero crimen contra el conjunto del progreso nacional. Porque genera subdesarrollo económico y más desempleo y pobreza, verdad que no se debate como problema fundamental del país, en razón de que aquí mandan quienes no quieren poner a Colombia en primer lugar, por parecerles suficiente que apenas el veinte por ciento viva como en Dinamarca, en tanto a los demás los condenan a sobrevivir en Cundinamarca.

En su evolución, por el aumento de la cantidad y calidad del trabajo, los seres humanos nos convertimos en una especie de la naturaleza capaz de producir más bienes que los mínimos que necesitamos para sobrevivir, es decir, que generamos excedentes capaces de acumularse de muchas maneras, bienes que están en la base y promueven el progreso general de las naciones y las personas. Piénsese en las obras de infraestructura, las instituciones educativas y hospitalarias, las fábricas y los campos cultivados, todas riquezas fruto del trabajo simple y complejo acumulados, que a su vez sostienen y crean más empleos y nuevas fuentes de ahorro y riqueza.

Cada vez que analicemos entonces el enorme desempleo nacional, no nos limitemos a asumir la actitud democrática de criticarlo por los inmensos sufrimientos que origina. Rechacemos también el desperdicio de la capacidad de trabajo de los colombianos, el principal e insustituible factor de creación de riqueza y progreso social del país. Dicho de otra manera, detrás de cada desempleado de hoy están el subdesarrollo productivo y el desempleo y la pobreza de mañana, amenazando incluso a los descendientes de quienes hoy no los padecemos. Y esa falta de trabajo, de otra parte, al no estimular capacidad de compra, también lastra poder producir nueva riqueza y más y mejores empleos.

Por ello dijo Friedrich List, junto con Hamilton, unos de los padres de la industrialización y el desarrollo capitalista de EEUU: “El poder producir riqueza es, por consiguiente, infinitamente más importante que la riqueza misma (…) Esto es más cierto en el caso de naciones enteras que en el de individuos particulares”. Y esta verdad irrefutable, que ha orientado a todos los países exitosos, no ha estado al mando en Colombia, en especial desde 1990, cuando decidieron profundizar hasta el absurdo los errores que venían del pasado.

Es falsa, por tanto, la afirmación de Duque y demás dirigentes neoliberales de que en Colombia estamos haciendo lo mismo que han hecho los países que han salido del subdesarrollo y la pobreza. Entre otras razones, porque la actual globalización consiste en obligarnos a importarles a ellos lo que podemos producir aquí –base del alto desempleo nacional–, al tiempo que nos dejan, como única alternativa para financiar las importaciones y deuda externa exageradas, las insuficientes exportaciones mineras y las de los mismos productos agrarios de siempre, los cuales además ni siquiera necesitaban de TLC para venderse en el exterior (otra falsedad). “Hagan lo que les decimos, no lo que hacemos”–suelo repetir–, es lo que ordenan los mayores poderes globales.

Renegociar los TLC, para poder crear más empleo y más riqueza y reducir la desigualdad, debe ser la base de un gran pacto nacional, social y político, capaz de encauzar a Colombia por la vía de su verdadero progreso, para el que tiene territorio y gente con qué lograrlo.

Coletilla: el problema de los colombianos ya no es el minDefensa Holmes Trujillo, sin duda indigno de ese cargo porque viola las leyes y engaña y miente con todo cinismo. El problema ahora es Iván Duque, quien lo sostiene en el cargo, mandándoles además un pésimo ejemplo de malas conductas y peor gobierno a los colombianos, incluida la fuerza pública, y a la comunidad internacional.

9. SON DOS LOS CAPITALISMOS

Jorge Enrique Robledo
Bogotá, 10 de octubre de 2020.

 

Por el aumento de la productividad del trabajo y la concentración de la producción en unidades mayores, desde la Revolución Industrial –1760-1840–, la humanidad ha creado más riqueza y empleos que en todas sus etapas anteriores sumadas, lo cual generó cambios económicos, sociales, políticos y culturales enormes y positivos, como ocurrió con los ingresos y los salarios reales, la expectativa de vida y el avance de la educación y de las ciencias naturales y sociales, bases de todo progreso. Y las repúblicas sustituyeron el poder de los reyes, que con violencia se imponían como “representantes de Dios en la tierra”, se estableció que todos los seres humanos nacemos iguales y se crearon los derechos democráticos ciudadanos más diversos, aunque con frecuencia los violen. Un gran progreso.

Ante estas realidades, en Colombia, y ganando indulgencias con penitencias ajenas, andan creando un relato político que de verdades saca conclusiones falsas. Dicen que esos avances universales son la prueba de que este país–¡el de Duque y sus antecesores!– se ha gobernado muy bien y que nada importante debe cambiarse, como si no se supiera el escaso aporte de los colombianos a la construcción de ese progreso universal –no porque no podamos sino porque no nos lo han permitido– y los numerosísimos compatriotas que aquí no lo disfrutan o lo hacen muy parcialmente, si se compara con los países exitosos.

Porque lo cierto es que todos los indicadores económicos y sociales de Colombia –y lo digo no porque me alegre sino porque me duele– se encuentran muy lejos, y empeorando, de los de los países avanzados, tanto en los niveles de vida como en los aportes al progreso del mundo. Y estas verdades se confirman todavía más con las lacras económicas, sociales y políticas que destapó y empeorará la pandemia, en razón de lo muy diferentes que son los capitalismos de los globalizados y los de los globalizadores.

En el mundo no hay una sola economía de mercado –un solo capitalismo– sino al menos dos, con diferencias estructurales entre ellas, aunque también tengan características coincidentes. De un lado están países como Colombia, atrasados en ciencia, tecnología, educación y productividad del trabajo, con más desempleados y pobres, con bajos ingresos y salarios y mayores desigualdades sociales y gran corrupción y daño ambiental. Y del otro están los desarrollados, también con problemas de importancia pero a escalas muy inferiores y por causas diferentes. Ellos entran en crisis, y esto es clave entenderlo, porque crean tanta riqueza que no encuentran a quién venderle todos sus productos, en tanto aquí vivimos en crisis porque producimos muy poco, al igual que por otras fallas sustanciales.

La pregunta del millón radica en cuál es la causa principal de estas diferencias abismales. ¿Por qué en Colombia no se han aplicado las teorías y prácticas de la Revolución Industrial, que pusieron a competir de tú a tú con Inglaterra –el primer país en desarrollarse– a Alemania, Francia, Estados Unidos y Japón, entre otros, y más recientemente a Corea y China? No hay sino dos explicaciones posibles: porque hemos sido muy mal gobernados o porque, dicen los malos gobernantes –con pretextos racistas, por lo demás–, los colombianos no tenemos capacidad genética para construir un país auténticamente moderno, falacia de ignorantes o astutos refutada por la muy probada y gran capacidad laboral de los residenciados aquí y en especial en otros países, porque el subdesarrollo los expulsó de su tierra.

Aunque la orientación ya fallaba desde antes de 1990, como lo prueba la mediocridad de las cifras económicas y sociales de esas calendas en Colombia, el “libre” comercio ha profundizado un tipo de economía de mercado diseñado para destruir un siglo de esfuerzos nacionales e impedir que los colombianos podamos desplegar todas nuestras potencialidades. Mientras que las tropas coloniales prohibían que en América se produjeran casi todos los bienes, porque era obligatorio importarlos de España o Inglaterra, ahora les basta y les sobra con las normas de los TLC, que han arruinado y arruinan a muchos de los que se atreven a desarrollar la industria y el agro. Y para engañarnos dicen que ahí nos dejan la minería de las trasnacionales –¡con un recurso no renovable, que inevitablemente se agotará!– para conseguirnos los dólares con qué importarles a ellos lo que sí podemos producir en el país.

Coletilla: Es inmenso el daño que el ministro Holmes le está provocando a la institucionalidad de Colombia, y en especial a la de la Policía y el Ejército. Porque se niega a reconocer que ambos requieren cambios institucionales y porque se ha probado que engaña, miente y viola la ley. Además de otras pruebas, así lo estableció el Tribunal Superior Bogotá al ordenarle cumplir la orden que el minDefensa no le cumplió a la Corte Suprema de Justicia.

10.  POR UN GRAN PACTO NACIONAL

 

Jorge Enrique Robledo
Bogotá, 31 de enero de 2020.

 

Los países exitosos se parecen a los barcos, en los que los pasajeros tienen diferencias entre sí, inclusive profundas, pero viajan acordados en no hacer nada que pueda hundir el buque, porque se ahogan los de todos los camarotes. ¿Recuerdan el Titanic? Y los une también que la carta de navegación y el capitán los lleven a buen puerto.

Quien estudie a los países que han tenido el mayor éxito en su desarrollo encontrará que en cada uno de ellos, en algún momento de su historia y sin que desaparecieran los desacuerdos, se dio un Gran Pacto Nacional para autodeterminar su destino y desarrollarse a partir de industrializar la ciudad y el campo, la ciencia y las tecnologías complejas, la educación con acceso para todos y de alta calidad, fundamentalmente pública para que pueda ser así, la mejoría de las condiciones laborales y la mayor capacidad de compra de los nacionales, al igual que sistemas tributarios progresivos, entre otros logros. Y se construyeron regímenes más democráticos y se redujo la corrupción política y la desigualdad social.

Como lo demuestran sus pésimos indicadores económicos, sociales y políticos, eso no ha ocurrido en Colombia. Porque si bien se han hecho coaliciones políticas que hablan de acuerdos nacionales para gobernar, ellos no han tenido como propósito modernizar en serio el país sino solo algunas áreas y sectores, lo que, en lo medular, nos mantiene rezagados frente a los países que van adelante.

Mi candidatura a la Presidencia apunta entonces a ganar y gobernar dentro de la idea de un Gran Pacto Nacional que siente las bases para que –en un proceso, porque no hay soluciones mágicas– se encarrile a Colombia por los conocidos senderos que han llevado a otras naciones a la modernidad.

Dentro del Gran Pacto Nacional, que deberá integrarse por un conjunto de pactos parciales, estará, en primer término, porque sin esto no hay nada, una posición de cero tolerancia con la corrupción y los corruptos, incluido enfrentar el abuso del poder en beneficio particular y en contra del nacional, política que dirigiré personalmente y que se dotará de las nuevas normas que sean necesarias y la estricta selección de los funcionarios que la ejecuten. Y será norma de conducta la austeridad en el gasto.

Crear, crear y crear más empleo formal, estable y bien remunerado, será prioritario, a la par con disminuir la muy irritante desigualdad social, que les arrebata las oportunidades a tantos, en especial a los jóvenes. Para lograrlo, se promoverá crear más riqueza, más riqueza y más riqueza, en todos los sectores y con énfasis en el agro y la industria. ¿Con quiénes? Con los productores menores –campesinos e indígenas, por ejemplo–, los medianos y los mayores. El cuidado y protección del ambiente, tan deteriorado en el país, también será una prioridad. Y al tiempo que no se promoverán privatizaciones, se respetará la propiedad privada, porque este no es un proyecto estatista.

Si bien se respaldarán las exportaciones, se definirá una estrategia para sustituir las importaciones de bienes que podemos producir en el país. Y entre los pactos estará que el sector financiero y las empresas de servicios públicos domiciliarios le brinden mayor respaldo a la producción nacional, con énfasis en los pequeños y medianos negocios.

La salud y la educación se concebirán y tratarán, pero de verdad, como derechos y servicios públicos ciudadanos. Se honrarán las determinaciones legales del proceso de paz y, con amplitud de miras y estricto carácter democrático, el Estado deberá recuperar el monopolio sobre la fuerza, de manera que cesen los atropellos y actos violentos de todo tipo contra la ciudadanía y los asesinatos. Y serán cuatro años en los que todo el poder del Estado se pondrá al servicio de una gran campaña que eduque contra el maltrato a las mujeres y demás sectores discriminados y agredidos.

Esta candidatura se concibió para cumplir su primer trámite dentro del Polo, como es natural, y alcanzar y ganar la segunda vuelta del 2022, salvo que los votos lo impidan. Pero inspirada en los criterios del Gran Pacto Nacional y con sus puertas abiertas para todos aquellos que, sin las cortapisas y confusiones que suelen generar los rótulos políticos, comulguen con los objetivos que acordemos. Bienvenidos.

11. A LOS GREMIOS DE COLOMBIA SOBRE UN GRAN PACTO NACIONAL

 

Bogotá, 14 de abril de 2020.

Señora

Sandra Forero Ramírez

Presidenta

Consejo Gremial Nacional

Señores

Diógenes Orjuela, Julio Roberto Gómez, Miguel Morantes

Presidentes CUT, CGT, CTC

Señor

Hermann Esguerra Villamizar

Presidente

Academia Nacional de Medicina

Señor

Luis Fernando Arias

Presidente Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC)

Demás organizaciones empresariales, sindicales, agrarias y sociales de Colombia

 

 

Referencia: A propósito de las propuestas del industrial colombiano Jimmy Mayer en la anterior edición de Semana, sobre cómo enfrentar la grave crisis económica y social del país (1).

 

Cordial saludo:

 

Por el Covid-19, Colombia y el mundo empiezan a sufrir la que podría ser la peor crisis de salud y económica y social de la historia. Tan difíciles se presentan las cosas, que al acecho están las falsas soluciones autoritarias, pero también aumentan las voces que señalan que superarla exigirá cambios democráticos en las concepciones y prácticas consideradas como inamovibles en las relaciones internacionales y nacionales.

 

Porque la pandemia ha dejado en evidencia la gran debilidad de los sistemas de salud y de las condiciones de vida y trabajo de miles de millones de personas y de las economías de muchos países, incluida Colombia, problemas que empeorarán hasta el absurdo si no se aplican los correctivos indicados.

 

Lo sensato en todas partes, pero en particular en Colombia, es que los cambios sean el producto de un gran pacto nacional entre todos los sectores sin los cuales no se habría construido lo positivo que tenemos como Nación ni podremos corregir lo que sea necesario modificar.

 

Para este objetivo de supremo interés nacional resulta inspiradora la entrevista en Semana del destacado industrial colombiano Jimmy Mayer –entrevista que seguramente todos nosotros leímos y comentamos–, quien sustentó, entre otras, dos grandes ideas. Que el evidente atraso productivo nacional y sus lamentables consecuencias económicas y sociales no se deben a la falta de recursos humanos y naturales, porque los tenemos de excelencia, sino a que ningún gobierno ha tomado la decisión de modernizar realmente a Colombia, a pesar de ser conocido el éxito de los países que sí lo han hecho. Y que la corrección del rumbo debe fundamentarse en que nos relacionemos con todos los países del mundo a partir de defender el interés nacional, fortalecer y modernizar el aparato productivo del país, lograr tasas de crecimiento superiores al seis por ciento anual e incluir en ese “movimiento” –así lo llama– a las centrales obreras, siempre en la perspectiva de que prosperen las empresas y el empleo y de “mejorar el bienestar de las clases trabajadoras”.

 

Mi invitación cordial entonces es a que asumamos la actitud de favorecer un pacto nacional sobre estas y otras ideas que también pueden generar consensos, como derrotar la corrupción y asegurar el monopolio democrático del Estado sobre la fuerza, objetivos de interés también para campesinos, indígenas y capas medias.

 

Cuenten con que pondré todo mi empeño en lograr que este proyecto de unidad y progreso nacional salga adelante y le defina un rumbo acertado a Colombia.

Atentamente,

Jorge Enrique Robledo.
Senador de la República.

(1). Entrevista a Jimmy Mayer: https://www.semana.com/nacion/articulo/tenemos-que-dejar-de-ser-los-idiotas-utiles-de-los-paises-mas-desarrollados/662599

c.c. Organizaciones empresariales, sindicales, agrarias, indígenas y sociales.

12. DIGNIDAD

 

Jorge Enrique Robledo
Bogotá, 6 de noviembre de 2020.

Dignidad es un nuevo partido político constituido en Colombia, fruto, de una parte, de la escisión legal (Ley 1475 del 2011) que acordamos en el Polo Democrático Alternativo para que unas tendencias nos retiráramos de esa organización. Y de la otra, de la convergencia en Dignidad de dirigentes y sectores con orígenes diferentes al Polo, unidos sobre un programa y unas normas estatutarias de carácter amplio y democrático, para promover los cambios que requiere el progreso de Colombia.

 

Dignidad es un proyecto democrático en el que tienen cabida, porque hay bases ciertas para las coincidencias, sectores populares, clases medias y empresarios del campo y la ciudad, con independencia de sus orígenes políticos. Dignidad además auspicia un Gran Pacto Nacional que promueva en serio el avance del país, con más fuentes de empleo, ingreso y riqueza, a partir de defender y estimular la industria y el agro, bases insustituibles de todo progreso. Y está porque Colombia se relacione con los demás países, orientados por los criterios de la ONU del beneficio recíproco.

 

Dignidad señala que la muy profunda crisis nacional no empezó con la pandemia, aunque esta la agravó, sino que venía de atrás, producto de muchos años de medidas económicas, sociales y políticas tan equivocadas que hasta se ha desperdiciado –esta es la palabra– el inmenso potencial de desarrollo que tiene Colombia, dada la riqueza de nuestro territorio y la inteligencia, creatividad y capacidad de trabajo de los colombianos. Cuánto mayor sería el progreso nacional, similar al de las naciones más avanzadas, si el país hubiera sido bien gobernado. Y esta crítica se hace en términos de las posibilidades de la economía de mercado, porque Dignidad no se propone estatizar la economía nacional.

 

En Dignidad también nos une la idea de que este país sí tiene arreglo, sí puede recorrer el camino de los países que no sufren, como Colombia, por sus altos niveles de subdesarrollo y atraso productivo, desempleo, pobreza, desigualdad social, corrupción y violencia, además de sus notables carencias en ciencia, educación y cultura, salud y ambiente, entre otros problemas. Dignidad defiende a mujeres, jóvenes, indígenas, comunidades negras, LGBTI y demás sectores discriminados, maltratados y hasta asesinados. Y Dignidad no comparte que “en política todo vale”, con lo que algunos justifican reemplazar la democracia por la partidocracia.

 

Dignidad también está por las mejores condiciones laborales de los trabajadores y los empleados y porque el Estado respete la norma constitucional que garantiza la movilización civilizada y pacífica. Rechaza el uso de toda violencia para tramitar las diferencias entre los colombianos y promueve el monopolio del Estado sobre la fuerza, monopolio que debe ejercerse respetando las leyes y los derechos ciudadanos.

 

Dignidad es una organización sin propietario, en la que cada afiliado y directivo tiene derecho a un voto, con el que decide con total libertad. Llegado el momento, Dignidad decidirá sobre su candidato presidencial para el 2022, sus listas al Congreso y las convergencias en las que pueda participar en esos comicios. En el corto plazo elegirá y realizará su Primer Congreso Nacional, dándole estabilidad a sus normas y directivas. En Dignidad no ignoramos lo lento y complejo de decidir en democracia, pero sabemos que es lo mejor para el país.

 

Dignidad ya le solicitó al Consejo Nacional Electoral el reconocimiento de los derechos plenos de los partidos políticos, incluida la personaría jurídica.

 

La decisión colegiada de llamar Dignidad a este partido –una idea fuerza en la que Carlos Gaviria tanto insistió– se explica como una crítica y una aspiración democrática. Porque las muy duras y mediocres condiciones nacionales les han menoscabado la dignidad a muchos compatriotas y al propio país como un todo y porque busca que se tomen los correctivos necesarios para que la dignidad de las personas y la de nuestra querida Colombia se realicen a plenitud, dentro del norte de construir un país en el que el sol brille para todos.

 

 

13. CARTA A LOS EMPRESARIOS COLOMBIANOS

 

Jorge Enrique Robledo
Bogotá, 30 de julio de 2021.

 

Con esta los invito a construir un gran acuerdo económico, social y político, que represente los intereses de los empresarios y de los sectores populares y las clases medias, a partir de reconocer que Colombia opera muy por debajo de su potencialidad y que necesita, dentro de la legalidad y la economía de mercado, cambios de importancia. Entre esos cambios resalto crear y crear más fuentes de empleo y riqueza, sustituir importaciones y exportar más, mejorar la competitividad, disminuir la desigualdad social, enfrentar sin vacilaciones a los corruptos y garantizar el monopolio estatal y democrático de la fuerza. Realizar además reformas democráticas en educación, salud y ambiente y reducir el maltrato a las mujeres y demás sectores discriminados.

 

Y hacer realidad este acuerdo con gran amplitud política y debate civilizado, para poder unir a la Nación en pos de su progreso, en respuesta a las siguientes consideraciones.

 

Quien haya seguido la política y la economía colombianas, habrá oído y leído bastante sobre el supuesto gran respaldo de todos los gobiernos a empresas y empresarios. Según los medios, son incontables las leyes del Congreso y las medidas presidenciales expedidas en su favor, retórica que aumenta en elecciones, y más con las falacias de Iván Duque sobre su maravillosa gestión. Según esta fábula, los gobiernos de aquí les han dado igual o más respaldo a los empresarios que los de los países capitalistas desarrollados.

 

Pero lo errado de ese relato la prueba el notable subdesarrollo de la economía empresarial colombiana, verdad que no niega progresos que saludo y que deben preservarse. Porque nuestro producto por habitante, antes de la pandemia, llegaba a solo 6.500 dólares, mientras que el de los países desarrollados era de 30 mil y más. Y porque en ellos el desempleo es mucho más bajo y existe poca informalidad, en tanto aquí es al revés.

 

Si en Colombia tuvieran trabajo los doce millones que no consiguen empleo, habría 240 mil empresas y empresarios más, con cincuenta empleados cada una. Esto sin mencionar a los cinco millones que se fueron al exterior para poder trabajar ni los 14,7 millones de informales. ¿Cuánto más podría producir y vender la economía si estos colombianos en la pobreza y el hambre tuvieran empleos e ingresos de un salario mínimo? Y esta falta de oportunidades –que también lastra el ingreso y el gasto público en educación, salud, infraestructura y demás servicios– está en la base de la gran corrupción nacional.

 

¿A quiénes responsabilizar por estas dolorosas verdades? Solo hay dos posibilidades. Creerles a quienes desde el poder y así sea en forma solapada –con énfasis a partir del gobierno de César Gaviria– les echan la culpa a los empresarios, a quienes sindican de no responder a las muy acertadas medidas de presidentes y ministros y de la tecnocracia extranjera y nativa que les tira la línea, infamia de tono racista que les extienden a asalariados, campesinos, indígenas y trabajadores por cuenta propia.

 

El otro punto de vista, planteado muchos años antes de 1990, ha demostrado que los gobiernos nunca han respaldado en serio el desarrollo del país, porque no se han propuesto industrializar la producción urbana y rural, generar muchos y buenos empleos y aumentar la capacidad de compra nacional, que es lo que han hecho los países exitosos, incluidos Corea y China, que en 1950 eran más atrasados que Colombia.

 

La responsabilidad política de esta gran mediocridad económica y social –irrefutable por las pésimas cuentas macroeconómicas y los inmensos reclamos sociales en especial de los jóvenes– la tienen los mismos con las mismas que han gobernado a Colombia y que se niegan a cambiar sus concepciones. Porque como a la clase política le va bien –¡y muy bien!–, publicitan la especie de que al país le va igual, falsedad que en cada elección creen legitimar con fraudes y clientelismo y el mal uso de la plata oficial.

 

Entre las víctimas hay una porción considerable de los empresarios –entre quienes pulula el estancamiento, el retroceso y la quiebra–, porque les creen a esos políticos su disfraz de servidores públicos que dicen gobernar con responsabilidad y acierto. Y porque hasta los chantajean con la demagogia de incluirlos en el reparto de la plata del Estado.

 

Porque Colombia sí tiene arreglo y en este país el sol puede brillar para todos, bienvenidos los empresarios y los asalariados, al igual que toda la nación, a construir este proyecto democrático.