Jorge Enrique Robledo, senador, Revista Cambio. Bogotá, mayo 1 de 2008
Mayo de 1968. Llevo tres meses viviendo solo -con otros estudiantes- en un apartamento en Bogotá. Ingeniería en los Andes, matemáticas 0105 con Parra, un profesor que hizo época, y no propiamente por simpático. El problema era cómo pasarme a Arquitectura. De las jornadas de Francia algo salió en El Tiempo. Quienes militaban en la izquierda me cuentan que aquí ese movimiento, en esos días, apenas conmovió a pequeños círculos de intelectuales. El mayo francés, con sus semejanzas y diferencias, sería en Colombia el movimiento estudiantil de 1971.
Pero no pueden entenderse los dos movimientos, inspirados y dirigidos por la izquierda, sin tener en cuenta lo que en todas partes empujaba a jóvenes, intelectuales y trabajadores a desafiar regímenes que consideraban detestables.
Entre los hechos que alentaron esas luchas por un mundo mejor, porque parecía que esa posibilidad estaba al alcance, estuvieron los cambios de China y Europa oriental que, sumados a la Unión Soviética, dejaron más gente en el socialismo que en el capitalismo en el mundo; la crisis final del colonialismo en Asia y África, la misma que Francia intentó impedir con más guerra en Indochina y Argelia y en la que el pueblo francés confirmó con sus muertos la naturaleza rapaz de los gobernantes; el derrocamiento de la oprobiosa dictadura de Fulgencio Batista en Cuba, revolución que puso en su sitio a los imperialistas de Washington y proclamó el socialismo a pocas millas de Miami; y, por remate, los presagios de victoria del heroico pueblo de Vietnam sobre los supuestamente todopoderosos invasores norteamericanos.
Otros dos sucesos, en apariencia de signo contrario, también conmocionaron al mundo de la izquierda: los cambios que se intentaron en Checoslovaquia a partir del 5 de enero de ese año, luego aplastados por las tropas del Pacto de Varsovia bajo las órdenes del Kremlin, acto que apoyó Fidel Castro y que le dio fin a la unanimidad con que este contaba dentro de la izquierda. Y la acusación de Mao Zedong a los jefes soviéticos de traicionar los postulados revolucionarios y convertir a la URSS en una potencia socialimperialista.
Tres grandes antecedentes en Francia también estimularon a universitarios y obreros. Desde el año anterior huelgas de trabajadores reclamaban contra el alto desempleo, los míseros salarios y la falta de garantías laborales. Los estudiantes padecían una universidad con normas autoritarias heredadas del siglo XIX. Y los demócratas se sentían asfixiados por el gobierno del general Charles de Gaulle.
El movimiento francés se caracterizó por lo intenso y amplio de los debates. Se discutía en los salones y en los patios de las universidades, en los cafés, los andenes y las barricadas, a todas las horas y sobre lo divino y lo humano, en un hermosísimo afán por entender mejor las cosas y cómo cambiarlas, con esa pasión propia de los jóvenes cuando todavía no los han adiestrado en la mezquindad. Y se inspiraron en todas las concepciones de izquierda -sin faltar las de derecha-, incluidas las anarquistas. “Prohibido prohibir” fue una de las consigas más famosas. Con más de 10 millones de trabajadores en huelga, paros y enormes marchas estudiantiles y barricadas en las calles se respaldaron las exigencias, se desafió la brutalidad policial y se hizo temblar al gobierno.
El mayo francés se sintió poco en Colombia, por lo menos en sus efectos políticos inmediatos y directos, cosa explicable si se mira la conmoción que se vivía aquí. Operaban ya tres grupos guerrilleros y el sacrificio de Camilo Torres inspiraba a jóvenes revolucionarios. Desde La Habana, con su gran influencia, se alentaba y respaldaba la lucha armada, Moscú era generoso con cualquiera que le ayudara en su disputa con Washington por el control del mundo, y Regis Debray, un francés más influyente en América Latina que todos los parisienses de las jornadas de mayo, publicó Revolución en la revolución, libro en el que, malinterpretando lo que había ocurrido en Cuba, planteó la teoría del foco guerrillero, especulación según la cual bastaba con que un pequeño grupo de valientes se alzara en armas para arrastrar tras de sí a la población entera.
Bien difícil fue defender en la izquierda colombiana la idea de que la lucha armada le estorbaba al objetivo de lograr que las mayorías se movilizaran hacia una transformación democrática, y más porque también se sufría el Frente Nacional, esa especie de dictadura constitucional que nutrió a los corruptos y les quitó los derechos políticos a quienes no militaban en los dos partidos responsables del atraso y la pobreza nacionales.
En este ambiente, sin faltar las rebeldías del hipismo, se incubó el movimiento estudiantil de 1971, lo más parecido que haya habido en Colombia a las jornadas de mayo en Francia. A lo largo de ese año y parte de 1972, los universitarios libraron la lucha más masiva y prolongada de su historia, características que en parte se explican porque en ellas se planteó con mucha claridad la defensa de la soberanía y la democracia -con su rechazo, por ejemplo, al plan educativo de Rudolph Atcon, definido en Washington, y en pro del gobierno democrático de estudiantes y profesores en las universidades públicas. Al orden del día estuvieron también otros reclamos que mantienen su vigencia, como la autonomía universitaria y el logro de una educación pública, universal y gratuita, al igual que la necesidad de respaldar el desarrollo científico. Como ocurrió con el mayo francés en todo el mundo, las influencias de lo ocurrido en 1971 siguen vivas en Colombia. Así, estudiantes y profesores mantienen la exigencia de la adecuada financiación de la educación pública, para que pueda llegarle a la totalidad de los colombianos y, además, ser de alta calidad, condición esta última sin la cual debilita su gran capacidad para aportarle al progreso del país. Y siguen los jóvenes dando ejemplo de movilización por la soberanía y la democracia, enfrentando también el “libre comercio”, a la vez que confirman el carácter civil de su resistencia.