Jorge Enrique Robledo, Bogotá, noviembre 16 de 2007
En un país en el que poco se discute sobre la educación básica, media y superior, todavía menos se analiza la profesional y técnica, no formal, que es la que le corresponde impartir, por ejemplo, al Sena (Servicio Nacional de Aprendizaje), institución que fue un acierto crear en 1957. Y que se creó, en parte fundamental, con los aportes de los trabajadores, que renunciaron a una porción del subsidio familiar que ganaban con tal de tener una instrucción especial para ellos, gratuita y prestada por el Estado.
Y esa educación, de naturaleza diferente a la superior, lo que no la hace “más mala” sino distinta, porque cumple con otras funciones pero que también son fundamentales para la sociedad, debe tener entre sus pilares la práctica y la alta calidad. Sin ella se entraban el desarrollo industrial y agropecuario, el comercio y los servicios, y es de gran importancia personal para los millones que, casi siempre por pobres, no poseen título de bachilleres.
Como era obvio, de la arremetida neoliberal no se escapó el Sena, de acuerdo con lo planteado por el Banco Mundial en 1989, que orientó que este tipo de instituciones se convirtieran en “entidades chequeras”, forma en extremo vulgar de privatización que ya fracasó en los países donde se impuso y que apunta a limitarlas a subcontratar con los negociantes de la educación la enseñanza que ellas deben impartir. Con el Decreto 2149 de 1992 se le cumplió al Banco Mundial. Pero con la ley de iniciativa popular Nº 119 de 1994, promovida por los estudiantes y trabajadores del Sena con más de un millón de firmas, se rescató su naturaleza y la gratuidad de sus programas.
En este período también han sido notorias las decisiones que han reducido los ingresos del Sena y le han cargado funciones que no le corresponden. Por ejemplo, le recortaron el presupuesto, se exoneraron de los aportes a la institución las empresas que subcontratan trabajadores para reducirles sus salarios y se le impuso ceder sumas importantes para ciencia y tecnología, así como ofrecer programas propios de la educación superior y ejecutar decisiones de la Presidencia de la República, funciones que, así sean útiles, debilitan el cumplimiento de su importante misión.
En el gobierno de Álvaro Uribe el maltrato al Sena ha llegado hasta el absurdo, entre otras cosas porque cayó en manos de Darío Montoya Mejía, un director hiperactivo, autoritario y con delirios de grandeza que está haciendo las fiestas de la improvisación y el voluntarismo con un presupuesto nada despreciable: 1,3 billones de pesos, el cual se gasta confundiendo lo principal con lo secundario, las formas con los contenidos y hasta las características de la educación que le corresponde impartir al Sena, al igual que las de los colombianos que deben ingresar a dicha institución. Ojalá que la gente de la academia –incluidos los simpatizantes del gobierno que asumen con seriedad los problemas de la educación– investigara lo que pasa en el Sena y empezara por leer “Proyectos para acercar el sueño” (2007), texto que retrata la confusión de un director que es capaz de afirmar que “el valor principal que el Sena debe evidenciar ante los colombianos” es “la velocidad de sus actuaciones” (Ver “Proyectos para acercar el sueño”)
La mala orientación de una institución que se está gobernando mediante decretos que violan la ley 119 de 1994, tiene entre otras expresiones el empleo de 18 mil contratistas mal pagos y sobrecargados de trabajo, que no pueden ofrecer una educación de buena calidad, pero que sí son parte del clientelismo en la contratación. Y todos los colombianos han tenido que sufrir a Álvaro Uribe, en los consejos comunitarios, ufanándose de los muchos “formados” por el Sena y repartiendo su presupuesto como si fuera la caja menor del Presidente.
Para alcanzar el despropósito de pasar, con menos recursos, de 1,2 a cinco millones de “formados” en el Sena, cifras con las que no cesa de hacerse demagogia, se ha recurrido hasta al truco de fraccionar los cursos y de otorgarle un título diferente a cada una de sus partes, a reducir o eliminar las prácticas y a ofrecer programas virtuales en los que no se sabe qué es más mediocre, si lo que se dicta o su evaluación. Y para intentar silenciar a los patrones –de donde ya salen quejas por la mala formación–, se convirtió el contrato de aprendizaje en otra astucia que no educa a los “aprendices”, pero que sí los pone a trabajar por menos del salario mínimo legal.