Jorge Enrique Robledo Castillo
Manizales, 14 de Abril de 2001.
En la mitad del siglo XIX, Charles Darwin planteó su teoría sobre el origen común de las especies, explicó las diferencias y similitudes entre ellas como el producto de la evolución y señaló el parentesco de los seres humanos con los primates. Como era obvio, un enorme revuelo se formó en la cúpula del imperio inglés, el cual, como todos los de su género, justificaba sus tropas de ocupación colonial y sus intercambios comerciales leoninos por la supuesta superioridad racial de los británicos. En medio del escándalo, la señora del arzobispo anglicano de Worcester le escribió a su esposo: “Querido, ¡descendemos del mono! Esperemos que no sea cierto; pero, si lo fuera, recemos para que no se entere todo el mundo”.
Pero lo planteado por Darwin no solo resultó cierto sino que también se supo. Durante más de siglo y medio, incontables restos fósiles hallados en toda la tierra confirmaron las hipótesis del genial naturalista, hasta el punto de poder elaborar los mapas que relacionan a todas las especies entre sí y confirman que los seres humanos modernos evolucionamos desde el mismo homínido que le dio origen a nuestros parientes más próximos: los chimpacés, gorilas, orangutanes y gibones. Y en el proceso de estas investigaciones también se concluyó que los más remotos antepasados del hombre son oriundos del África.
La más reciente confirmación de estas tesis —la que podría llamarse “la prueba reina”— acaba de ser aportada de manera definitiva por los estudios sobre el ADN que permitieron dilucidar el genoma humano. Según éstos, la humanidad comparte el 70 por ciento de su material genético con los ratones, el 50 por ciento con la mosca del vinagre y el 20 por ciento con las lombrices de tierra y la levadura, por ejemplo. También quedó establecido que todos los seres humanos compartimos el 99.8 por ciento de nuestros genes y que personas de diferentes grupos étnicos pueden ser más similares entre sí que individuos dentro de la misma etnia, ratificando la irrelevancia de particularidades tan superficiales como el color de la piel. Y el cuadro se completa con la afirmación de la revista científica ‘Nature’ de que “Todos somos africanos”, titular con el que sintetizó las últimas investigaciones realizadas sobre el ADN mitocondrial y que de manera inapelable demostraron que los hombres modernos aparecieron en ese continente 171.500 años atrás (con un margen de más o menos 50.000 años), desde donde emigraron hacia el resto del globo hace unos 52.000 años (con un margen de más o menos 27.500 años).
Entonces, no obstante la importancia mayúscula de los recientes avances genéticos con respecto al tratamiento de las enfermedades humanas y la manipulación de vegetales y animales, eso no es lo más digno de resaltarse. Lo principal resulta ser que han quedado derrotadas para siempre las concepciones que intentaron explicar las diferencias de desarrollo entre las naciones a partir de teorías racistas, bien fuera que esas ideologías se expresaran de maneras tan burdas como lo hicieron los nazis o como las más sutiles que “explican” el menor desarrollo económico latinoamericano porque la mezcla con los negros y los indios “dañó” la calidad superior de la “raza” blanca.
En adelante todos, exceptuando ignorantes y fanáticos, tendremos que coincidir en que las diferencias evolutivas entre las naciones no tienen origen en los respectivos equipajes genéticos sino en sus evoluciones económicas, sociales, políticas y culturales, las cuales, a su vez, dependen de las orientaciones que hayan recibido de sus clases dirigentes y particularmente de definir de manera autónoma su propio destino, el requisito insustituible del desarrollo de los pueblos.
Que los que han mal dirigido a Colombia por tanto tiempo dejen de echarle la culpa a los genes de la nación de los muchos problemas país y que a la hora de buscar a los responsables de lo que ocurre, simplemente, se miren en el espejo.