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Sobre las negociaciones de La Habana

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Por: Jorge Enrique Robledo, enero 19, 2013

Para el Polo fue fácil fijar posición sobre el anuncio del gobierno y de las Farc de buscarle una solución política al conflicto armado. Porque en su programa fundacional –el Ideario de Unidad–, aprobado en forma unánime, asumimos dos posiciones de importancia histórica sobre la violencia que martiriza a Colombia: rechazarla como forma de resolver los problemas económicos, sociales y políticos del país y proponer una salida negociada a una confrontación militar de 45 años. ¡Cuánto se agredió al Polo por controvertir la posición oficial! Que Santos confirme que solo acierta cuando rectifica no refuta que vale la pena intentar un proceso de paz, a pesar de los fracasos anteriores y las dolorosas huellas que la violencia ha dejado en el país. No seremos los polistas quienes le pongamos palos en la rueda al proceso, así nos cueste que Santos lo use en su ominoso proyecto reeleccionista.

En beneficio del proceso también puede decirse que entre los años 60 y 80 del siglo XX, enfrentar las políticas de los partidos Liberal y Conservador –que ya habían demostrado su naturaleza regresiva por no defender la producción, el trabajo, la democracia y la soberanía– exigía fijar posición frente a la lucha armada. Porque cuatro de las principales fuerzas opuestas al régimen eran organizaciones armadas, las cuales gozaban de un ambiente favorable nacido del repudio al atraso y la pobreza nacional, los poderes globales partidarios del alzamiento y la visión romántica del guerrillero heroico. Fue fuerte, incluso, el punto de vista que calificaba como despreciables a quienes desde la izquierda luchábamos por un cambio profundo del país, pero no le declaramos la guerra a nadie ni respaldamos o justificamos esa declaratoria. Al revés de hoy, entre los partidarios de cambios profundos en Colombia, lo difícil era defender la idea de ganar el respaldo de las mayorías ciudadanas y de la lucha civil como la única opción para transformar el país.

En los debates sobre si se apoyaba o no la lucha armada, hubo uno que resulta útil recordar en este momento: el relativo a si la guerrilla era el producto natural, automático e inevitable, de las pésimas condiciones económicas, sociales y políticas de la Colombia de ese entonces, tan malas como las de hoy. Las “causas objetivas” del conflicto, las llamaron. O, por el contrario, si la declaratoria de guerra a un Estado inicuo era, como dijimos otros, una decisión política de quienes, inicialmente inspirados por la Revolución Cubana, decidieron llegar al poder de esa manera. El debate no era ni es inútil, pues del punto de vista que se asuma dependerá que hoy pueda darse un proceso de paz exitoso, aun si, como parece, la parte económica y social de las negociaciones se limita a los asuntos agrarios.

Porque si algo caracteriza a Santos, como se ha demostrado en cuatro de estas columnas (http://bit.ly/XhEXnl), es su posición en extremo retardataria sobre los asuntos del campo, al que somete a la ruina y la pobreza de la revaluación y las masivas importaciones agropecuarias subsidiadas de las potencias y para el que promueve como falsa solución a sus graves problemas la mayor concentración de la propiedad rural, incluso a favor de las trasnacionales, más un campesinado en el abandono y la miseria o sometido a condiciones semiserviles por la “gran producción” santista. Con este horror oculto tras el tapen-tapen de las 160 mil restituciones por dos millones de hectáreas prometidas en su gobierno, que al finalizar el 2012 apenas sumaron ¡33 restituciones por 162 hectáreas! Y nada dice que Santos, por ninguna razón, va a modificar concepción tan regresiva.

Alguien podrá decir, entonces, “pues que no haya proceso de paz y que siga la confrontación militar”. Pero el Polo no respalda esa posición. Porque así en La Habana no se pacten los cambios que requiere la sociedad colombiana para superar el atraso y la pobreza rural que nos avergüenzan ante el mundo –y ni siquiera desaparezca toda forma de violencia en el país–, consideramos positivo que haya varios miles de fusiles menos en los campos de Colombia. Positivo porque disminuyen los sufrimientos que genera una violencia por lo demás estéril, porque en algún momento la sociedad podrá gastar menos de sus recursos en guerra y porque se mejoran las condiciones para ampliar la lucha ciudadana democrática y civilizada, de la que sí podrán salir las grandes trasformaciones económicas, sociales y políticas que requiere el auténtico progreso país.

Ojalá que el gobierno y las Farc –y también el ELN–, tomen las decisiones políticas que le convienen a la Colombia de hoy, de acuerdo con las condiciones de los unos y los otros.