Jorge Enrique Robledo Castillo
Contra la Corriente
Manizales, mayo 6 de 1996.
Casi que cualquier empresa puede volverse rentable si se compra en la cantidad adecuada. Lo que es un mal negocio analizado según un precio, se convierte en uno bueno si se valora en otro lo suficientemente menor. Y en condiciones de monopolio no existen inversiones que no den ganancias, ni se pierde plata cuando los subsidios oficiales a los particulares -así sean empresarios mediocres- alcanzan la cantidad necesaria. Entonces, la clave de las ganancias superlativas en las privatizaciones reside en adquirir barato, o en asegurar el monopolio, o en garantizar los subsidios, o, mejor, en lograr todas las ventajas anteriores. Y si la propiedad que se adquiere ya era rentable, ni se diga.
Las anteriores consideraciones sirven de marco para comprender por qué algunos de los mayores y más rápidos enriquecimientos de estos años se han dado en torno a la política neoliberal en boga en el mundo.
Sobre la privatización de Teléfonos Mejicanos (Telmex), Bussines Week afirmó: “el año pasado, su primero como compañía privada (…) acumuló 2.300 millones de dólares de utilidades, sobre ingresos de 5.400 millones de dólares. ‘Dios no concibe ganancias como éstas’, afirma maravillado un asesor estadounidense de la compañía” (Summa, junio de 1992). De ahí que no extrañe que una empresa que el Estado vendió, en 1990, por 1.760 millones de dólares, aparezca, cuatro años después, con un precio en bolsa de 30 mil millones de dólares (!!!) (Portafolio, julio 25 de 1994). Este ejemplo explica, en buena medida, por qué los ciudadanos mejicanos poseedores de fortunas superiores a mil millones de dólares pasaron de dos, en 1991, a veinticuatro, luego de tres años de centenares de privatizaciones.
Las telecomunicaciones argentinas se le vendieron a monopolios extranjeros por 650 millones de dólares y, también según Bussines Week, “qué negocio (…) el valor de las dos compañías ha sobrepasado el monto de los nueve mil millones de dólares (!!!) (Summa, junio de 1992).
En la tan mentada Gran Bretaña de Margaret Tatcher tampoco fueron tímidos a la hora de privatizar. Allí, de acuerdo con el exministro Armando Benedetti, “sólo se privatizaron la empresas rentables, mediante una escandalosa subvaluación de acciones que funcionó en detrimento del tesoro público y estableció un enriquecimiento súbito, improductivo y socialmente ocioso a los accionistas. Aún así, -continua- los incrementos de los beneficios de esas empresas privatizadas se han generado, en gran medida, gracias a que el gobierno les condonó la deuda, renunció a los pagos que debían por dividendos de capital público, o continuó favoreciéndolos con apetitosos subsidios, como en el caso de la British Aeroespace, que recibió la bicoca de 250 millones de libras” (El Tiempo, mayo 1 de 1993). A su vez, en El Salvador la privatización de la banca estatal recibió el nombre de “La Piñata”, dada la abierta corrupción en que se realizó una operación que, no obstante, “hicieron con la ley en la mano. Si usted revisa los procedimientos, todo es legal” (El Espectador, marzo 14 de 1994).
Y el ambiente que rodea no pocos negocios a escala mundial lo resumió López Michelsen en una franca descripción: “con la llegada de la cultura del dinero los escrúpulos fueron desapareciendo. No sólamente en el sector público, como se cree generalmente, sino en el sector privado, aparecieron prácticas vitandas hasta la víspera, como el soborno, el tráfico de influencias, la divulgación de informaciones confidenciales, la farsa de las licitaciones y otras figuras semejantes que constituyen una verdadera estafa en la que se abusa de la ignorancia y credibilidad de la gente (…) Desapareció la noción de la incompatibilidad, del conflicto de intereses, de la propia inmoralidad. El éxito sanea cualquier ascenso en el firmamento financiero. El fracaso deshonra, no por ir en contravía de algún principio moral, sino por el imperdonable pecado de no tener éxito” (Lecturas Dominicales, El Tiempo, junio 14 de 1992)