Jorge Enrique Robledo Castillo
Contra la Corriente
Manizales, 5 de mayo de 1998.
Roberto Junguito y Diego Pizano, en su obra “Instituciones e instrumentos de política cafetera en Colombia” (1997), señalan que hay 246 mil hectáreas de cafetales tecnificados envejecidos, con bajas productividades, y 270 mil hectáreas de plantíos tradicionales que producen menos aún. Por su parte, en diciembre pasado, en el LVI Congreso Nacional Cafetero, el ministro de hacienda dijo: “el precio al que logramos colocar el producto (en el exterior), a pesar de ser unos de los más altos del mercado, no asegura una rentabilidad adecuada para la mitad de la caficultura nacional”. Y la última estadística sobre el sector mostró una estructura tan escuálida, que el 95 por ciento de los cafeteros sobrevive de cafetales de menos de cinco hectáreas.
Y sobre esa caficultura débil, deteriorada y costosa cayó, como sal en la herida, un verano que aumentó los costos de producción, redujo los volúmenes producidos y disminuyó los precios efectivos de venta. No son extraños los casos en los que el grano es de tan pobre calidad que ni siquiera paga los costos de recolección, y pocos recuerdan tasas de conversión, de cereza a pergamino, tan malas como las actuales. Ya nadie duda que la “bonanza” de la que se habló el año pasado apenas fue un cruel espejismo.
Al mismo tiempo, muchos caficultores están teniendo que refinanciar sus deudas con los bancos en condiciones que lejos de resolverles sus problemas apenas los aplazan y que los convierten en parias del sistema financiero. Y se han disparado miles de procesos judiciales, embargos y remates contra los productores que no fueron bien cubiertos por la Ley 223 de 1995. A pesar de que van años hablando de una crisis que es tan grave que las autoridades la definen como estructural, por ninguna parte aparecen medidas que se compadezcan con lo que ocurre.
Y la situación del resto del sector agropecuario es, si cabe, peor. Hasta los más recalcitrantes neoliberales, incluidos algunos responsables del desastre, han tenido que aceptar que el agro se hunde. Pero también en este caso, ni el gobierno ni quienes aspiran a gobernar a Colombia van más allá de las consabidas frases de conmiseración y de unos cuantos actos o promesas demagógicas. Es más: en la reciente cumbre de presidentes americanos se acordó profundizar y acelerar la apertura, con lo cual acabarán por desaparecer las pocas garantías que le quedan al campo nacional y podríamos terminar importando café de Centroamérica y Brasil.
De ahí que no sea extraño que Unidad Cafetera convocara a una marcha nacional por la salvación cafetera y agropecuaria para el próximo 20 de mayo en Manizales, a la cual asistirán millares de productores de buena parte del país, con el propósito de exigirle al gobierno y a los candidatos presidenciales hechos y planteamientos que de verdad enfrenten lo que ocurre.
Dado el impacto que sobre la suerte de toda la nación tienen el empobrecimiento y la miseria que sufren 566 mil familias cafeteras y los millones que viven de otros productos, es de esperar que las restantes fuerzas vivas del país se expresen sobre lo que ocurre. Que después nadie diga que el brutal desbarajuste económico general que advierten para un futuro próximo tantos analistas no fue debidamente anticipado desde el sector agropecuario y cafetero.