Jorge Enrique Robledo (@JERobledo)
Según reciente entrevista con María Isabel Rueda, la Alcaldía de Enrique Peñalosa puede ser peor de lo que advertimos quienes no votamos por él. Porque a la sencilla pregunta de si iba a hacer el metro, respondió con tantas exageraciones sobre los transmilenios, que fueron necesarias otras tres preguntas para sacarle un “lo haremos, lo prometimos en la campaña. Pero…”. Y en el pero advirtió que cambiará el trazado existente, partirá la obra en dos fases –¿que no dijera que él hará las dos significa un conejo del 50 por ciento?– y será “todo elevado”, “aunque puede que haya un pequeño tramo subterráneo” entre Bosa-Kennedy y la Caracas con la Calle 26. La segunda fase sería de la 26 a la 100, por la Caracas, también elevada y con “muy pocas estaciones”, para que “la persona se baje al primer piso, y siga en Transmilenio”. Hacia el norte, una caricatura de metro al servicio del negocio de las latas de sardinas de Transmilenio.
Peñalosa agregó que la licitación para iniciar las obras de esta nueva ruta del metro se abriría apenas tres meses –¡90 días!– después de la que ya se había anunciado luego de años de estudios. Nos trata como a idiotas. Y fue capaz de afirmar que la línea actual no obedece a siete años de análisis de especialistas nacionales y extranjeros –tiene 37 mil planos que costaron 130 mil millones de pesos–, sino a la decisión de un funcionario “de tercer nivel del IDU”, quien la tomó “mientras se lavaba los dientes”. ¡Eso dijo! Fue tal la soberbia matonería con la que intentó acallar toda opinión diferente a la suya, que protestó hasta el Editorial de El Tiempo.
La única razón que da Peñalosa a favor de su ocurrencia –carece de estudios que la sustenten– es su costo menor, la misma explicación deleznable con la que en su primera Alcaldía reemplazó el metro por Transmilenio, la peor decisión técnica de la historia de Bogotá. Y es la peor porque se tiró la ruta de la Caracas para la primera línea de un metro subterráneo y porque el fracaso de ese Transmilenio, al ponerlo a jugar un papel que rebasa sus posibilidades, lo comprueba que a poco de inaugurado ya no quepan los pasajeros ni en las estaciones ni en los buses –que sí cabrían en un metro– y que el mismo Peñalosa ande tras montarle a la Caracas un remedo de metro elevado –además del Transmilenio, que seguirá repleto–, con un impacto social y paisajístico brutal para Bogotá. Si un estudiante de urbanismo plantea disparates como estos, saca cero.
Cuando Peñalosa defiende el metro elevado por la Caracas hacia el norte porque será “de muy bajo costo” pues tendrá “muy pocas estaciones” –servicio “expreso” es el eufemismo con el que oculta que es un metrico al servicio de Transmilenio–, silencia que lo de las pocas estaciones también tiene que ver con que estas, por su mayor tamaño, degradan el medio ambiente incluso más que la línea del tren. Es tanta su debilidad argumental, que el propio Peñalosa, el 8 de junio de 2012, trinó: “Por el deterioro urbano que causan su ruido y su sombra, las líneas de metro elevadas fueron demolidas en muchas ciudades”.
Y no es que no pueda haber metros elevados o a ras del suelo. Puede haberlos. Pero dependen de las circunstancias. Cuando los espacios que ocupan los trenes y las estaciones son lo suficientemente amplios, no hay problema o pueden resolverse con diseños urbanos. Pero si las dimensiones son insuficientes –como en la Caracas y en las otras vías donde los propone– las consecuencias son dramáticamente malas. Porque esa especie de larguísimas llagas urbanas que parten a las ciudades, con todo tipo de consecuencias indeseables –paisajísticas, sociales, económicas–, no tienen arreglo.
Pero incluso peor que implantar un metro elevado por donde no cabe si se hiciera bien, es la irresponsabilidad con la que Peñalosa toma la decisión, sin un solo estudio previo y con la única explicación de su menor costo. La típica alcaldada. A propósito, qué tal el caso insólito del constructor que reemplazó la tubería de agua de cuatro pulgadas que exigían los estudios por una de dos, porque “era más barata”.
Con el cuento de los menores costos, Peñalosa ya le hizo un daño muy grave a la capital de la República al reemplazar la primera línea del metro por el Transmilenio. Y, ahora, con la misma explicación insuficiente, pretende imponerle el más mediocre de los metros, también tras el propósito poco conocido –pero evidente– de agrandarles el negociazo a los privados de Transmilenio, cuyos problemas financieros también son tan graves que hasta podrían llevarlo al fracaso en este sentido, fracaso que buscarían saldar con mayores tarifas y más subsidios oficiales.
Bogotá, 31 de diciembre de 2015.