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Esta semana, el gerente de una empresa productora de huevos informó que ese alimento, fundamental en la dieta básica de los colombianos, se había encarecido en 10 por ciento, una apreciación considerable en especial para los más pobres. Y ello ocurrió porque el maíz, fundamental en la dieta de las gallinas, había aumentado su precio en 40 por ciento, también un fuerte incremento.
Este encarecimiento se debe a que Colombia importa una parte fundamental del maíz y demás materias primas con las que produce los concentrados con los que alimentan gallinas, pollos, cerdos y vacunos y en que ese encarecimiento obedece a distintos fenómenos de la economía y el transporte global provocados por la pandemia. Es una inflación provocada entonces en el extranjero, al igual que el encarecimiento de los demás insumos importados para el agro.
El huevo más caro es un durísimo golpe a los más pobres, porque ese alimento se convirtió en la única proteína animal que pueden comprar, siendo además muchos los que en su pobreza y miseria no pueden pagarse ni tres comidas al día, como ocurre en Bogotá con el 35 por ciento de sus habitantes y en Barranquilla con el 67 por ciento. Con los mayores costos, se volvió todavía más inalcanzable la proteína animal que pueden comer los que aguantan hambre en Colombia. Una vergüenza mundial para los colombianos.
Estas verdades volvieron a poner en debate el tema de la seguridad alimentaria nacional de Colombia que se debatió en los tramites de los TLC, cuando señalamos que esos tratados nos obligarían a importar la dieta básica nacional, perdida que podría llevarnos a una hambruna si por cualquier razón se interrumpían los flujos globales de alimentos básicos entre los países productores y los consumidores. Porque a Colombia le cambiaron su objetivo de “colombiano come colombiano por colombiano come extranjero”, propósito que se demuestra con que desde 1990 pasamos de importar 500 mil a 14 millones de toneladas de alimentos, cifra que aumentará en los próximos años con los golpes mortales ya acordados contra la leche y el arroz nacional.
Con el Coronavirus y sus consecuencias se confirma la soberbia estúpida de quienes consideran imposible que otra pandemia en animales y plantas, la explosión de un megavolcán, el cambio climático o una guerra mundial puedan provocar una hambruna en la Colombia neoliberal y en otros países. Aunque no sean condiciones idénticas, toca recordar el hambre que provocaron las tropas españolas en el Sitio de Cartagena.
La pérdida de la seguridad alimentaria nacional también involucra el flagelo del narcotráfico, pues toda política de sustitución de cultivos de coca por otros –parte fundamental de la concepción democrática para enfrentarlo–, tropieza con que los campesinos y los jornaleros terminan en las zonas más remotas y con más limitaciones para su desarrollo porque no encuentran como emplearse en las mejores tierras y en las más centrales del país, dado que se ha determinado que en ellas no pueda desplegarse su vocación agrícola.
Y año y medio de hechos –de tozudas e irrefutables realidades aquí y en el mundo– nos dicen que los mandamás globales y sus seguidores en Colombia no tienen ni el menor propósito de modificar nada de importancia internacional y nacional, salvo que sea de las conveniencias de las potencias económicas, entre las que no aparece renunciar a obligarnos a importar la dieta básica de los colombianos, dieta que por definición es la de los alimentos fundamentales, es decir, los que no pueden reemplazarse con aguacates, uchuvas y otros frutos tropicales.
Estamos entonces ante otro debate que perdieron los neoliberales –verdad que no los lleva a dejar de insistir en sus falacias–, y cuyas conclusiones acertadas deben unirnos quienes estamos a favor de que Colombia se decida a salirse de su enorme atraso productivo y el desempleo y la pobreza, del feudocapitalismo, en la que la tienen presa.
Bogotá, 7 de noviembre de 2021.