Jorge Enrique Robledo
Bogotá, 5 de mayo de 2005.
Hace pocos días, cuando nuevamente el gobierno empezó a preparar el terreno para fumigar los parques nacionales naturales de Colombia, despropósito que fuera derrotado por la gran protesta nacional e internacional de hace un año cuando se intentó por primera vez, empezaron las fumigaciones aéreas en el oriente del departamento de Caldas.
El diario La Patria informó que cerca de cinco mil campesinos y jornaleros inundaron las cabeceras urbanas de Samaná, Norcacia, Berlín, Florencia y San Diego, adonde los expulsó la lluvia de herbicidas que cayó sobre los cultivos de coca y de pancoger. El piloto de la avioneta pasó “varias veces fumigando por cualquier parte, sin poner cuidado”, explicó uno de los labriegos. Eso “dejó daños aterradores, parece como si un incendio hubiera acabado con todo. Al otro día de empezar las fumigaciones, el café, el plátano y los otros cultivos estaban muertos”, agregó una damnificada. El resto del drama es el ya conocido de hombres, mujeres, ancianos y niños desplazados y hacinados en cualquier parte a la espera de la limosna del gobierno, solo oportuna y suficiente en la verborrea de los funcionarios que la prometen.
Que esta tragedia ocurra en el oriente de Caldas no es una casualidad. Porque en esa zona los indicadores sociales son peores que los ya malos del resto del departamento y el país. Es tan notable allí la falta de respaldo del Estado a los esfuerzos de quienes terminan sembrando coca, desesperados porque ningún otro cultivo les permite sobrevivir en sus minifundios, que también le cabe el comentario efectuado sobre la decisión de fumigar en el Chocó: “El gobierno solo se acuerda de esas regiones para fumigarlas”.
E iguales o peores son las condiciones en las que sobreviven los campesinos e indígenas que habitan en los parques naturales colombianos, puestos otra vez en la mira por los gobiernos de Estados Unidos y de Colombia con el propósito de fumigarlos como cucarachas, acto atroz que tendría el agravante de los grandes daños que se les infligirían a unas zonas cuya diversidad biológica les otorga un lugar excepcional en la tierra. “Bárbaros” será el veredicto de los demócratas del mundo si el glifosato de Monsanto termina por caer sobre esas áreas, en vez de insistir en la muy eficaz erradicación manual de los plantíos ilícitos.
Que haya quienes, entre otras cosas, cultiven coca en los parques de Colombia se explica por la falta de oportunidades que desde siempre han padecido los pobres de las zonas rurales del país. Y porque a esa ausencia de políticas agrarias progresistas se le añadió que el neoliberalismo agravó la situación, al eliminar 1,3 millones de hectáreas entre cultivos transitorios y cafetales, con la consiguiente expulsión de campesinos y jornaleros hacia las regiones de frontera donde, si bien la siembra de coca no los saca de la pobreza y la miseria, sí les permite realizarse en el trabajo agrario que es en el que son especialistas.
Cómo contrasta la decisión del gobierno de Estados Unidos de insistir en las importaciones agropecuarias y en las fumigaciones en Colombia, con el manejo que le da al problema de la droga dentro de sus fronteras. Ahí están bastante tranquilos los cultivadores de marihuana en sus parques nacionales naturales, sus mafiosos realizando la parte más rentable del negocio del narcotráfico, su sistema financiero lavando los dólares de los criminales y hasta su industria exportando los insumos sin los cuales la coca no puede convertirse en cocaína. Y esto sucede en las narices de los jefes del mayor imperio militar y policivo de la historia, quienes no hacen lo suficiente en su territorio pero sí imponen en sus satélites medidas que ni siquiera se atreven a proponer en su país.
Lo perverso de esta política que azota a los colombianos ofende más cuando se conoce su rotundo fracaso en el objetivo de reducir el flujo de cocaína y heroína que llega al mercado estadounidense. Que esto es así se demuestra con un argumento irrebatible expresado por el propio The New York Times: luego de cinco años y de gastos del Plan Colombia por tres mil millones de dólares envenenando el país, se mantiene estable el precio y mejora la pureza de las drogas en las calles de las ciudades de Estados Unidos.