Jorge Enrique Robledo Castillo
Contra la Corriente
Manizales, 5 de enero de 1997.
Cuando empezó la apertura, muchos corrieron a explicar la arremetida diciendo que al Fondo Monetario Internacional se le había ocurrido imponer la felicidad hasta en el último rincón de la tierra. Otros, muy pocos, señalamos que esa no era más que la respuesta de Estados Unidos y de las restantes potencias para intentar capear otra de las crisis de superproducción que periódicamente asolan a las economías de mercado. Además advertimos que la receta, fuera de tener como norte la eliminación de los competidores más débiles, incluidos los colombianos, era contraindicada porque, al reducir los consumos globales por la vía del mayor desempleo y los menores ingresos, terminaría por aumentar el exceso relativo de capacidad productiva instalada en el campo y en las ciudades.
Hace poco, las economías de Tailandia, Malasia, Indonesia y Corea del Sur estallaron, literalmente, hasta el punto de que cada día se está suicidando un empresario Coreano arruinado. Hasta ahora sus “rescates”, por cuenta del Fondo Monetario Internacional, superan los 140 mil millones de dólares, en tanto la deteriorada economía japonesa tambalea, todavía protegida por su mayor desarrollo. Y aunque de lo que más se habla es de la crisis financiera de estos países, lo grave reside en que la debacle bursátil y bancaria apenas refleja lo que sucede en la producción. Según The Wall Street Journal Americas, “durante años las fábricas asiáticas aumentaron frenéticamente su capacidad de producción, confiadas en que los mercados occidentales absorberían su exceso. A principios de este año (1997), esos inventarios habían comenzado a disminuir a medida que las empresas bajaban los precios y normalizaban la producción. Pero las medidas solo pusieron de manifiesto el exceso de capacidad de producción de Asia, lo que generó la caída que ha ido diezmando a las divisas y a los mercados financieros”.
Tan graves se presentan las cosas que se está comparando lo que ocurre con la Gran Crisis que se iniciara al terminar la década del veinte, la peor de toda la historia del capitalismo, la cual se originó, como se sabe, por el exceso de oferta de todo tipo de productos. López Michelsen ve superproducción, ahora o en el futuro próximo, en trigo, maíz, cebada, azúcar, café, petróleo, acero, automóviles, textiles, confecciones, etc.; “la situación actual me recuerda la del año de 1929”, concluye (El Tiempo, XII.27.97). Y Robert J. Samuelson afirma que “cualquier persona ligeramente familiarizada con la historia hallará nuevos paralelos entre la actual situación y el comienzo de la Gran Depresión” (Newsweek en español, XII.17.97).
Es seguro que la crisis del Asia agravará la ya complicada situación de la economía mundial, porque reducirá el consumo de esa parte del mundo al tiempo que la estimulará a exportar a menores precios, lo cual afectará negativamente las ventas, las utilidades y la inversiones de Estados Unidos, Europa y Japón, los territorios escogidos por el neoliberalismo para actuar como locomotoras de la economía universal. Y si la economía mundial se hunde, países como Colombia sufrirán más de lo que sufrieron en 1930, porque están más atados al comercio internacional; “la miseria que preveo en las ciudades del Tercer Mundo sobrepasa mi capacidad de descripción”, dice el profesor norteamericano Ravi Batra.
Y mientras esto sucede, la casi totalidad de la dirigencia nacional se halla en cuatro posiciones: un grupito de magnates le saca provecho al terremoto aperturista, unos cuantos centenares de encopetados personajes clavan aún más sus cabezas en el plato clientelista, otros todavía se aferran al dogma neoliberal con la pasión que suele acompañar a quienes les va quedando claro que no tienen la razón y entre los restantes aun no aparece el valor civil que los impulse a decir públicamente lo que piensan y a actuar en consecuencia. Que no resulte que los obvios correctivos los impongan las circunstancias y se tomen cuando ya las pérdidas sean demasiado grandes.