Jorge Enrique Robledo Castillo
Contra la Corriente
Manizales, junio 17 de 1996.
Estemos o no de acuerdo con el fallo, la institución encargada por la Constitución de juzgar al presidente dio su veredicto. Y hay que reconocer que lo hizo en medio de garantías para los acusadores. Para la muestra dos botones que ni siquiera les hacen honor a los procedimientos democráticos: se eliminó el voto secreto y se les dio a los representantes, para efectos de ponerlos a votar bajo la amenaza de una demanda por prevaricato, el tratamiento que se les da a los jueces, como si todos fueran abogados expertos en derecho penal y no lo que son muchos, es decir, dirigentes políticos con formación básica en ingeniería, economía, medicina, agricultura, comercio…
Gústenos o no, el fallo jurídico también implicó una decisión política, y no por un margen estrecho. De 154 votos, 111 fueron a favor de la preclusión y 43 en contra, con un detalle bien significativo: los conservadores que pidieron acusar sumaron 28 y los que respaldaron la absolución llegaron a 22. Entonces, en el terreno de la controversia democrática también hubo veredicto, salvo que se apele a la tesis insostenible de que la única opinión que cuenta es la de quienes se autocalifican “gente de bien”, aun cuando tampoco tengan el respaldo de movilizaciones populares masivas.
Si todo el mundo se atuviera a los mecanismos jurídicos y democráticos, la crisis política habría concluido, desapareciendo así la cortina de humo que cubre la catástrofe económica y social que está produciendo la apertura neoliberal de los tres últimos gobiernos. Sin embargo, la opinión pública siente que, como lo advirtiera Fernando Cepeda antes del veredicto, “la crisis sólo comenzará ahora”, refiriéndose al momento en que concluyera el juicio. Y está claro que si ello ocurriera -y varios hechos indican que puede ocurrir- no sería por el éxito de los actos de los nacionales interesados, sino por la injerencia de los extranjeros.
Que la mano de los gringos ha estado presente desde el inicio del narcoescándalo, no tiene duda; es más, ni siquiera se tomaron la molestia de ocultar que lo propiciaron. Y ya el Departamento de Estado advirtió que el fallo no va a resolver “la crisis de confianza” por la que pasa el gobierno colombiano y que, “desde el punto de vista de Estados Unidos, la exoneración del señor Samper… no fue basada en una revisión exhaustiva de la evidencia”, al tiempo que le renovó su “apoyo” a los colombianos que “siguen denunciando la impunidad creada por esa corrupción”.
Pero lo más grave no es que un imperio se comporte como tal. Otra cosa sería pedirle peras al olmo, sobre todo ahora cuando, con el pretexto de la globalización neoliberal, se blande “el gran garrote” a diestra y siniestra, hasta el punto de que no se escapan de los leñazos ni europeos, ni canadienses. Lo peor que ocurre es que hay quienes, violando sus deberes patrióticos, justifican y auspician que se pisotee flagrantemente la soberanía nacional, alegando supuestas razones de desarrollo económico, dignidad y lucha contra la corrupción. Como si el auténtico progreso, el verdadero respeto en el concierto internacional y el fin de las corruptelas fueran posibles para las naciones que mal funcionan a punta de ucases imperiales.
Aquí y ahora hay que insistir: el narcotráfico debe ser perseguido, aún mediante políticas internacionales concertadas, y los delincuentes, por encumbrados que sean, deben parar con sus huesos en las cárceles. Pero esa batalla hay que librarla con dos condiciones: el estricto respeto a unos procedimientos judiciales y políticos absolutamente democráticos y el total repudio a que los problemas internos de los colombianos sean puestos al servicio de los siempre turbios designios imperialistas.