Jorge Enrique Robledo Castillo
Manizales, 24 de Enero de 2002.
No hay palabras suficientes para describir la indignación que sentimos los colombianos cuando vimos en la televisión a una mujer dolorida y moribunda –una madre, una esposa, una hermana, una hija– que fue literalmente tirada al piso para que falleciera en la puerta de un hospital, luego de que ningún centro hospitalario de Cartagena quiso recibirla porque no había quien respondiera por los costos de su atención. Y el cuadro del tipo de país al que estamos siendo sometidos se completó cuando se supo que la consabida “investigación exhaustiva” oficial se anunció en contra del chofer de la ambulancia que se encartó con la enferma y no contra un sistema de salud que genera con frecuencia, así no lo registren las cámaras, monstruosidades como ésta.
Hay otros hechos que también muestran que entre todos los enfermos de Colombia lo más enfermo es su sistema de salud. Cerca de 60 de cada cien colombianos, todos entre los más pobres, no posee ningún derecho en médicos, drogas y hospitalizaciones. En un país en donde hacen falta millares de camas hospitalarias, se cierran los hospitales y se volvió corriente que en los otros no haya sábanas ni drogas ni los más elementales instrumentos quirúrgicos. Es sabido que a los médicos les imponen, bajo pena de no contratarlos, condiciones de trabajo y pagos proletarios, tiempos de consulta insuficientes y diagnósticos y recetas que sacrifican la debida atención de sus pacientes. Y se volvieron normales los despidos masivos y las deudas de seis y más meses de salarios a los trabajadores del sector, así como la sobrecarga de trabajo y el recorte de los sueldos y las garantías laborales de los que no pierden sus puestos o son sometidos a formas de contratación inicuas, todo lo cual, además, también atenta contra las condiciones de atención de los enfermos.
Esta realidad dantesca tiene causa conocida: la Ley 100 de 1993, que le entregó la salud al capital financiero, en un negocio de cifras astronómicas: según datos de Fasecolda, por este concepto las compañías de seguros pasarán sus ingresos de 3.2 a 9.0 billones de pesos, en términos reales, entre el 2000 y el 2010. Y eso que no han logrado acabar con el Instituto de Seguros Sociales, aunque sí golpearon las condiciones laborales de sus trabajadores. De otro lado, los neoliberales entregaron la salud graciosamente, porque los intermediarios favorecidos se montaron al negocio –como se dice– con la cédula, pues el Estado les entregó para su explotación, sin contraprestación alguna, la red pública hospitalaria, los encarecidos pagos que obligatoriamente debemos hacer millones de colombianos y los multimillonarios aportes oficiales.
Para entender mejor la gravedad de lo que significa el paso del servicio al negocio como criterio de operación del sistema de salud, sirve bien la opinión del premio Nobel de economía Milton Friedman: “hay una, y sólo una, responsabilidad social de las empresas (privadas), cual es la de utilizar sus recursos y comprometerse en actividades diseñadas para incrementar sus utilidades”. De ahí que no sea sorprendente ver a los administradores del negocio de la salud convertidos en algo parecido a los capataces del siglo XIX a la hora de contratar y dirigir a sus empleados, mando con el que también imponen prácticas en contra de las necesidades de los pacientes y todo tipo de maniobras para escamotearles o retrasarles los pagos a los hospitales, especialmente a los públicos. Y, como era obvio, la búsqueda de la máxima ganancia como razón de ser de la atención de la salud se trasladó a la administración de los hospitales de propiedad del Estado, los cuales fueron condenados a ser “eficientes”, el eufemismo con el que intentan ocultar prácticas como la que puso al desnudo el caso de la señora de Cartagena, y que ni siquiera con ellas salen de su crisis.
A tanto han llegado y pueden llegar las cosas en el negocio de la salud, que no sería extraño que terminara por aparecer una “prima por muerto” en favor de sus administradores, dado que es bastante más barato pagar un entierro que la atención de una enfermedad complicada.