Jorge Enrique Robledo
Bogotá, 14 de septiembre de 2008.
Quien reflexione sobre el conjunto de los bienes que usamos los seres humanos verá que entre todos se distinguen por su importancia el agua y los alimentos, en razón de que la propia vida se pone en juego si no se ingieren con intervalos reducidos, del orden de unas cuantas horas.
Otra manera de ilustrar la importancia de acceder a la comida, importancia que puede no entenderse porque ingenuamente se crea que los alimentos siempre estarán al alcance de la mano, es una reciente decisión que incluso se refiere al riesgo de que desaparezcan las propias semillas. Promovido por la ONU y la FAO, el Fondo Mundial de Diversidad de Cultivos, once importantes instituciones agrícolas y setenta países decidieron construir en Noruega unos silos subterráneos y blindados para depositar en ellos tres millones de semillas de diversas especies, con el propósito de precaver a la humanidad en caso de guerra nuclear, impacto de asteroides, atentado terrorista masivo, pandemia, catástrofes naturales o cambio climático acelerado, fenómenos que si se miran en la perspectiva adecuada más que riesgos podrían constituir certezas.
Desde tiempos inmemoriales, de otra parte, dejar sin alimentos al pueblo que se quiere someter ha sido una práctica común, como lo recuerda el Sitio de Cartagena en 1811. Los europeos bien saben que en más de una ocasión no han accedido a suficiente comida, aun teniendo con qué pagarla. En esta columna he citado el libro de Jackeline Roddick, en el que se cuenta que un alto funcionario norteamericano advierte que, como medida de presión, las exportaciones de alimentos a un país podrían ser restringidas. También he mencionado que George Bush afirmó: “¿Pueden Ustedes imaginar un país que no fuera capaz de cultivar alimentos suficientes para alimentar a su población? Sería una nación expuesta a presiones internacionales. Sería una nación vulnerable”. Y si eso lo dice el jefe de un imperio de ese calibre, con recursos y armas para ir por alimentos al sitio de la tierra donde se encuentren, qué decir de un país como Colombia.
Con respecto a qué entender por seguridad alimentaria suelen esgrimirse tres posiciones. La primera la ve como un problema que atañe solo a los campesinos, para quienes propone que cada familia se provea en su parcela de todos los alimentos, olvidando que así no estaría asegurada la alimentación de los habitantes urbanos ni la de los obreros agrícolas y ni siquiera la de todo el campesinado. En el otro extremo aparece la posición neoliberal, que se impuso con el “libre comercio”, la cual señala que el problema hay que mirarlo como un asunto global, en el que lo que importa es que la suma de lo que se produce en la tierra alcance para todos sus habitantes y que cada país consiga los recursos económicos suficientes –exportando cualquier cosa–, para comprar en el mercado mundial los alimentos que requiera. Esta posición, que no por casualidad es la de Estados Unidos y la de otros países agroexportadores, al igual que la de las trasnacionales del comercio alimentario, se monta sobre la mentira de que nada ni nadie podrá destruir o limitar los flujos globales de alimentos, posición en la que se empeña a pesar de que, ante el reciente incremento de los precios internacionales de la comida y los conatos de hambrunas que estallaron en tantas partes, decenas de países cerraron o controlaron sus exportaciones.
Si Colombia no estuviera gobernada por intereses contrarios a los nacionales, se apoyaría en las posibilidades que le brindan sus tierras, sus aguas y sus gentes para definir como política de Estado una tercera posición: la de entender la seguridad alimentaria como una meta nacional, es decir, que entre campesinos e indígenas (incluido el autoconsumo) más empresarios y jornaleros se produzca la dieta básica de la nación, se exporten excedentes alimentarios y se cubran con importaciones los faltantes temporales que puedan presentarse. Y si al mundo no lo avasallaran los más inescrupulosos de los traficantes de dinero, con la misma lógica actuarían los restantes países, de manera que, entre todos, se alejara el riego de una hambruna universal.
La política anti agraria ya llevó las importaciones de 4.5 a 8.0 millones de toneladas durante el actual gobierno y privilegia producir agrocombustibles en vez de comida, los cuales se producen con inmensos subsidios y no son para exportar, sino para abrirle el camino a la soya y las oleaginosas extranjeras.