Jorge Enrique Robledo Castillo.
Texto leído en el Primer Encuentro Hispano-colombiano de Arquitectura, Manizales, octubre 24 a 28 de 1994.
La presencia de los españoles en lo que hoy es Colombia le significó a los pueblos asentados aquí un salto de siglos. Con ellos llegaron el lenguaje escrito y las matemáticas, los instrumentos metálicos y la rueda, la pólvora y el Estado, los ladrillos y las argamasas, la filosofía y la literatura. Inclusive, la idea misma de ciudad, en el sentido estricto de este término, apenas empezaba a concretarse en los lugares m s avanzados de estas tierras. Que en América hubiera realizaciones culturales impresionantes y que la impronta española se hubiera impuesto mediante la brutalidad y el terror no le quita certeza al hecho de que los quimbayas, los muiscas y los tayronas -y hasta las culturas m s evolucionadas del Continente-, se encontraban en un grado de civilización bastante inferior al de la Europa del Renacimiento.
De otro lado, los aportes arquitectónicos hispánicos al territorio de la Nueva Granada pronto se estancaron en niveles muy insipientes de su desarrollo. Casi sin excepción, la cuadrícula ortogonal organizó las fundaciones en torno a una plaza central. Los arquitectos y los centros de formación brillaron por su ausencia; las iglesias y los templos doctrineros por la austeridad de sus diseños. En construcciones civiles, cuando mucho, grandes casonas de dos pisos erigidas a partir de esquemas que se sabían de memoria, el sempiterno patio central organizando series de aposentos y, de pronto, alguna ornamentación en uno que otro trabajo de cantería y en las maderas de unos balcones que diferenciaban a unos edificios de los otros. Inclusive, llamar fachadas a la imagen externa de esas edificaciones no deja de ser una largueza. Apenas terminando la Colonia aparecieron unas cuantas propuestas realizadas dentro de criterios académicos. Los evidentes encantos de la edilicia colonial no pueden hacernos perder de vista que a esta hay que admirarla y valorarla dentro de lo que podríamos definir como “arquitectura sin arquitectos”.
No en vano, entre el descubrimiento y la independencia americana, España se sumió en un casi interminable sueño medieval, y no en vano, tampoco, la dominación colonial se montó dentro de los paralizantes esquemas de la sumisión servil y de la aversión de las clases dominantes por las actividades productivas y el progreso material y cultural.
Una vez concretado el hecho revolucionario de despachar al último chapetón, los dirigentes de la Gran Colombia se dedicaron a cosas m s urgentes que a modificar su arquitectura, aunque, la verdad sea dicha, en esos aspectos tampoco alcanzaron fama de grandes transformadores. Apenas en 1846 se le ocurrió a alguien erigir una gran obra de arquitectura civil que no se pareciera a las casonas coloniales, sino que imitara los palacetes con los que se daba aires aristocráticos la recién consolidada burguesía del Viejo Continente.
No obstante, hacer arquitectura republicana, el nombre impropio que recibió en Colombia la influencia del eclecticismo arquitectónico historicista europeo del Siglo XIX resultó bastante más difícil de lo que pensó el presidente Tomas Cipriano de Mosquera cuando contrató al súbdito británico Tomás Reed para que diseñara el Capitolio Nacional. Esa obra, en la que estaba implícita toda la potencia del Estado colombiano, apenas se concluyó luego de 70 años de iniciados sus trabajos. La verdad es que en este país la colonia perduró hasta bien adentrada la república y la arquitectura republicana solo empezó a darse con cierta abundancia luego de 1910. Hasta tanto -y aún después- la arquitectura colonial solo se “republicanizó” -si se perdona la palabreja- en parte.
El caso de Manizales ilustra bien las complejidades del proceso. La fundación del poblado coincidió con la decisión modernizante de Mosquera, luego aquí no construyeron nada los españoles. No obstante, toda la historia de su edilicia va a ser huyendo del paradigma colonial en pro del paradigma republicano, solo que en medio de mayores dificultades que en el resto del país, pues se trataba de hacer arquitectura a la europea en un aislamiento y en un atraso productivo tal, que el diario de la ciudad, todavía en 1927, llamó a la Capital de Caldas la “Isla de Robinson”.
Lo único fácil en la tarea de levantar arquitectura republicana fue abandonar las fachadas pensadas de adentro hacia afuera y ordenarlas bajo las búsquedas simétricas de los c nones académicos, las cuales incluyeron el recorte de los balcones hasta eliminarlos. Casi imposible resultó introducir los áticos y eliminar los aleros que desaguaban las cubiertas lejos de los muros. Y, por muchos años, la ornamentación de las fachadas se limitó a lo que permitían las carpinterías de los portones, ventanas y balcones. Poco a poco cambiaron los esquemas de patio central heredados del Asia a través de España. Para la segunda década de este siglo, esos espacios descubiertos se transmutaron en los llamados “vestíbulos”, mediante el recurso de cubrirlos con marquesinas o con cubiertas de teja de barro provistas de iluminaciones laterales.
En lo que a la retícula ortogonal respecta, los fundadores de la ciudad se limitaron a repetir lo que habían visto hacer en sus pueblos de origen, aunque seguramente ninguno de ellos hubiera oído hablar de las Leyes de Indias. Con esa decisión de hacer las cosas como se hacen, tan propia de las sociedades precapitalistas, los rústicos migrantes antioqueños le impusieron a la brava a esta topografía un esquema pensado para tierras planas, el cual produjo unos efectos que podrían incluirse dentro del “realismo mágico” y que, bajo el amparo de las rigideces de la contradicción entre lo público y lo privado, seguramente perdurarán por siglos.
Paradójicamente, lo único que de verdad querían los manizaleños conservar de la edilicia colonial, las mamposterías de piedra y de ladrillo o, cuando menos, las gruesas tapias de tierra pisada, fue lo que, precisamente, más rápido debieron desechar. Esas tecnologías -macizas, rígidas, pesadas- poco pudieron contra los sismos de las jóvenes montañas andinas. No habían corrido 40 años desde la fundación de Manizales cuando, muy a su pesar, sus habitantes debieron pasarse a las construcciones de bahareque que tanto detestaban de acuerdo con la herencia hispana.
Lo que nunca pensaron fue que un siglo después lo que más se admire de su legado arquitectónico sea la tecnología del pasado que debieron reinventar, llevándola a unos niveles de calidad y de complejidad que seguramente no tienen par en ningún confín de la tierra. Sí. La arquitectura tradicional caldense posee la inmensa particularidad de ser una mixtura entre lo soñado y lo posible, entre el aquí y el allá; entre el antes y el ahora; entre lo caduco y lo moderno; entre lo colonial y lo republicano; entre lo académico y lo vernáculo; aspectos todos mezclados con tanta gracia y acierto que merece colocarse entre las similares que se han convertido en valores universales. Pero, además, posee la enorme distinción de haberle dado base a un bahareque tan evolucionado, que su correcta comprensión hasta exige la redefinición de los términos y a ratos pareciera que no tiene nada que ver con sus legítimos antepasados de los orígenes del sedentarismo universal.
Y, en todo ello, voluntaria o involuntariamente, escogido o impuesto, puede leerse lo mucho que significó la herencia hispana en Colombia, pero, por sobre todo, ilustra la sentencia de Arciniegas de que “América es otra cosa”.
(*) Arquitecto. Profesor Titular Universidad Nacional de Colombia, Sede Manizales.