Colombia tiene la merecida fama de ser unos de los países más corruptos del mundo, corrupción que ha empeorado en los últimos cuatro años y que involucra a la alta burocracia del Estado, a casi toda la clase política y a poderosos negociantes privados, nacionales y extranjeros. Es además el segundo país con mayor desigualdad social de América Latina, el continente más desigual del mundo, y sus tasas de desempleo, pobreza y hambre son de las peores, al igual que su subdesarrollo productivo y científico técnico. Y este fracaso como país, que tiene origen en la corrupción, no cambia porque Duque, con su perfeccionismo, lo niegue, lo niegue y lo niegue y con total falta de seriedad intente embaucarnos con falacias.
Si algo es corrupto en Colombia son las elecciones, el sistema electoral y las relaciones entre la Casa de Nariño y la clase política, y son los presidentes y sus ministros quienes someten a gobernadores, alcaldes, congresistas, diputados y concejales, y no al revés. Es tan poderoso el poder corruptor del Ejecutivo, que tienen convencida a la opinión pública de que el Presidente –¡el origen último a todos los cheques que pagan el gasto público!– dizque es víctima de los políticos.
Se sabe además que esta corrupción se disparó con el Frente Nacional (1958), cuando liberales y conservadores, que monopolizaban el poder, se asociaron para repartirse el gobierno y los puestos y los contratos al 50 por ciento –¡con fraudes incluidos y sin oposición entre ellos!–, reparto que hoy sigue igual pero con más comensales porque ambiciones, rapiñas y descréditos les impusieron dividirse la torta más allá de las viejas banderías. Pero, ¡ojo!, ese cambio solo para efectos del reparto del botín. Porque para decidir contra el progreso económico y social de Colombia y disfrutar de las corruptelas actúan unificados, pues el acuerdo del Frente Nacional, que en este aspecto sigue vigente, incluyó que esa clase política tenía que ponerse al servicio de un modelo económico diseñado para enriquecer a unos pocos pero no a Colombia, manteniéndola en el subdesarrollo, a cambio de que los grandes beneficiados les alcahuetearan el clientelismo y sus demás corruptelas.
En palabras del ex ministro de Hacienda Rudolph Hommes, “el problema no es la corrupción, es el sistema político que la ha engendrado y la hace perdurar (…) el clientelismo ha sido una decisión consciente de las élites, y es un mecanismo que se utiliza para comprar respaldo, preservar el sistema y debilitar a los adversarios políticos (…) el clientelismo puede verse como una forma deliberada de extraer recursos para la élite y sus colaboradores”.
Solo cabe agregar, y esto es lo peor del problema, que el acuerdo incluye imponer una macroeconomía de mercado que mantenga a Colombia en el subdesarrollo, en un feudocapitalismo que no sigue la experiencia de los países exitosos y sí las fórmulas del Consenso de Whashington que les tiraron la línea a las reformas neoliberales de 1990 y a los TLC.
Así, lo peor de la corrupción de la clase política y de sus compinches en la esfera privada no reside en lo mucho que roban –aunque es muchísimo–, sino en que con sus determinaciones no dejan crear riqueza en serio ni en el agro ni en la industria e impiden que los colombianos trabajen y hasta por millones los expulsan a trabajar en otros países, aunque se sabe que el trabajo es la fuente de toda riqueza y progreso. Y a este horror le agregan una desigualdad social tan alta que también sabotea el progreso nacional porque no hay ni compradores suficientes, siempre sin hacer en Colombia lo que sí han hecho los países capitalistas exitosos.
Y la diferencia con los países desarrollados no reside en que allá no hay de corrupción. No. Por este enlace (https://bit.ly/3qZSaZF) puede verse que entre ellos también se cuecen habas y que sus trasnacionales corrompen por el mundo. Lo que explica su desarrollo es que allá sí, honrados y corruptos, coinciden en la idea en que hay que desarrollar a sus países, en tanto aquí se ha impuesto que los colombianos no tenemos el deber de desarrollar a toda Colombia. Que debe bastarnos con lograr éxitos individuales así sean muy raros, para no parecer colombianos, aunque el país se hunda cada vez más.
Bogotá, 9 de enero de 2022.