Jorge Enrique Robledo Castillo
Manizales, 15 de Enero de 2001.
En 1996 escribí: “El título de este artículo se refiere, como es obvio, a Julio Mario Santodomingo, Luis Carlos Sarmiento Angulo, Carlos Ardila Lulle y Jorge Enrique Robledo Castillo. Y no se piense que me coloqué de cuarto en la lista por un incontrolable ataque de arribismo o porque me convertí en candidato para una temporada en San Cancio. No. Los lectores que no pierdan la paciencia verán que figuro en el listado con todo derecho, porque tampoco se trata del caso de sumar factores de diferente calidad, lo que los docentes de matemáticas explican como el error de agregar, por ejemplo, papayas y aguacates.
En 1994, los enumerados tuvimos ingresos (ganancias ellos) así: Julio Mario, 254 mil millones de pesos; Luis Carlos, 146 mil millones de pesos; Carlos, 78 mil millones de pesos y yo… mejor no lo confieso, para no someter a escarnio el precario sueldo que recibimos en la Universidad Nacional de Colombia y para no facilitarle una sonrisa burlona a mis malquerientes. Sin embargo, no existe error en el título de este artículo, y no sólo porque los cuatro nacimos en Colombia.
Lo que permite colocar en la misma lista a tres de los mayores magnates del país y a un profesor universitario que vive exclusivamente de su trabajo, es que las viviendas que habitamos los cuatro pertenecen al Estrato Seis en las tablas de las tarifas de los servicios públicos, los gravámenes de valorización y el impuesto predial. Por obra y gracia de un truco casi mágico de quienes gobiernan a Colombia, fui elevado a la categoría de los poseedores de las chequeras mejor dotadas de la nación. No sé cómo agradecerles tan amabilísimo detalle. Apenas resta esperar que cuando me acerque a un banco a solicitar un crédito tan abultado como los que consiguen mis pares, el gerente se desviva en atenderme y no me exija garantía distinta a demostrarle que Julio Mario, Luis Carlos, Carlos y yo…”
Esta especie de refrito de un artículo viejo la hago porque lo dicho no sólo no ha perdido su vigencia sino que la ha aumentado, en la medida en que los magnates no han dejado de serlo, en tanto las capas medias del país sí se vienen convirtiendo en una especie en vías de extinción, realidad que no los exime de tener que pagar —en muchos casos con la plata de la comida, la educación y la salud de sus familias— unas tarifas de los servicios públicos confiscatorias, las cuales se justifican por el “crimen” de vivir en los estratos 5 y 6. Si algo requiere de un debate público y de una modificación profunda es el truco de las estratificaciones, uno de los pretextos usados para elevar hasta el absurdo las tarifas en las que se sustentan las privatizaciones neoliberales. ¿No es el modelo de estratificación definido por Planeación Nacional, según la orientación del Fondo Monetario Internacional, un auténtico adefesio? ¿Quién, con tres dedos de frente, puede atreverse a demostrar que por el simple hecho de vivir en el mismo barrio se tiene la misma capacidad de pago? ¿Qué pasa con quienes pierden sus empleos o sus negocios o se jubilan? ¿Con qué sentido de lo democrático puede justificarse que a los de los estratos 5 y 6 les hayan clavado un impuesto del 20 por ciento sobre el costo de sus facturas? ¿No es una forma solapada de notable empobrecimiento que las tarifas lleven más de una década subiendo por encima de la inflación general? ¿No se está demostrando que el mecanismo de defensa ciudadano de consumir menos agua, energía y teléfono sólo termina por facilitarles a los monopolistas los incrementos de las tarifas? ¿Hasta cuándo podrá sostenerse la política de convertir el elemental consumo de los servicios públicos en algo parecido a un lujo que debe ser castigado?
Y con las diferencias del caso —pero agravadas, por supuesto— puede analizarse la situación de los barrios de los estratos 1, 2, 3 y 4, en los cuales también las alzas en las tarifas están haciendo estragos, al quitarle a la gente —y no es una exageración— el pan de la boca.