Inicio Artículos Artículo quincenal ¿ES INÚTIL LA DIGNIDAD?

¿ES INÚTIL LA DIGNIDAD?

1012

Jorge Enrique Robledo, Bogotá, junio 28 de 2007

Crecen los reclamos entre los colombianos por la indignidad con la que cada vez más Álvaro Uribe Vélez se relaciona con los poderes extranjeros, y especialmente con los de Estados Unidos. Basta con pensar en la sumisión ante la política exterior de Washington, el vergonzoso trámite del TLC o sus mandados al presidente francés. Hasta vergüenza ajena producen. Cómo estarán las cosas que Semana se preguntó: “¿Qué hacer para recuperar la dignidad nacional?” (Jun.09.07). Y eso que en el mismo artículo se suavizó el punto de vista al llamar a no tener posiciones fundamentalistas sobre la soberanía nacional (?) y al explicar que el problema no es nuevo entre los presidentes colombianos. Para mostrarlo recordó que el Plan Colombia que suscribió Andrés Pastrana lo redactaron en la Casa Blanca.

Pero también se oye decir: “¿La dignidad para qué?”, “eso no es práctico”, “quién come dignidad”, posiciones que llevan a preguntarse: ¿Valores como la dignidad, el honor, el patriotismo, la honradez o el heroísmo, para mencionar unos pocos, los elevó la humanidad a la categoría de superiores como una especie de bobería romántica, apenas buena para novelar la existencia? ¿Carecen de sentido práctico? ¿O, por el contrario, en el origen de considerarlos como fundamentales se encuentra, precisamente, su enorme utilidad, tanta que los hace imprescindibles? ¿Puede una nación progresar sin ellos? ¿Y más si los pierden sus dirigentes? Una fábula puede facilitar la comprensión de uno de los puntos de vista del debate.

Dos niñas de origen popular y recién graduadas de la secundaria conversaron sobre su futuro. La primera, poseedora de los valores puestos en duda, explicó que ella trabajaría en lo que le tocara y aun cuando fuera duro y mal pago. Pero que no haría nada que considerara indigno. La otra, burlona, comentó que su sentido práctico la llevaría a prostituirse, porque ella sí no iba renunciar a las que consideraba las cosas fáciles y buenas de la vida. Que eso de la dignidad eran cuentos, inútiles por completo.

Décadas después, las amigas volvieron a encontrarse y se contaron sus vidas. La primera, que se aferró a sus principios, contó orgullosa que acaba de terminar de construir y pagar una pequeña casa en la que vivía con su esposo de muchos años, que estaba cerca de una modesta pensión y que tenía dos hijos encantadores. El mayor ya casi terminaba una carrera y la menor se había casado con un vecino que era técnico en alguna cosa y estaba por darle su primer nieto. Que había sido duro, pero que había valido la pena. La otra, la que decidió enfrentar la vida “sin los lastres de la dignidad”, inicialmente habló de lo mucho que ganó, pero también contó que estaba sola, luego de haber padecido los incontables chulos que le cobraron con maltratos y exacciones su “protección”, después de sufrir lo que en un negocio como ese significa que el cliente siempre tiene la razón. Que tras controlar una enfermedad venérea que la martirizó por años, ahora enfrentaba un sida, y que de sus dos hijos, uno pagaba cárcel y el otro no sabía por dónde andaba.

Lo cojo de la comparación entre lo útil de la dignidad en la vida de las personas y la de los países es, sin embargo, evidente. Porque mientras quien pierde su dignidad se gana, en la imagen anterior, los horrores de prostituirse, es decir, su castigo, en el caso de las indignidades de los gobernantes lo que sucede es que ellos se quedan con lo que ganan por su conducta, en tanto la sanción la sufren el resto de sus compatriotas, en un caso clásico de poder separar la suerte personal de la suerte de la nación. Si los efectos de las indignidades de los presidentes los tocaran a ellos, ¿les parecería que la dignidad es un valor superfluo? Si quienes ceden la soberanía, por ejemplo, padecieran personalmente lo que sí padecen los que sufren por esa carencia, ¿la entregarían?

Lo mucho que han avanzado en Colombia las ideas de quienes carecen de un proyecto nacional para este país se ilustra por el desprecio a un símbolo que en los países capitalistas avanzados goza de un enorme respeto. Aquí, cuando se trata de ilustrar lo extremadamente inútil de un gesto, se dice que “es como un juramento a la bandera”. Por qué sorprendernos, entonces, que Uribe, impunemente, pueda decir que el Plan Colombia es caballo regalado al que no se le mira el colmillo.