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EN DEFENSA DE LA CORTE SUPREMA

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Jorge Enrique Robledo, Bogotá, octubre 19 de 2007

Algunos piensan que el tipo de democracia que se practica en Colombia consiste en que el Presidente, como ganó las elecciones, adquirió el derecho de hacer lo que se le antoje, y que el resto del Estado tiene como único deber “colaborarle”. Pero de acuerdo con el ordenamiento jurídico nacional, que todos los jefes de Estado juran acatar, si el Ejecutivo no respeta la separación e independencia de los otros dos poderes –el legislativo y el judicial– y los somete a sus arbitrios o intenta someterlos, no se tiene un Presidente sino un tirano o alguien que quiere serlo.

No puede haber, por tanto, peor trasgresión de las normas por parte de un Presidente que la que ocurre cuando este –con cualquier argumento, incluido el que pueda considerarse el más noble– somete o intenta someter a los jueces para que decidan, no de acuerdo con la Constitución y las leyes y su leal saber y entender, sino en función de lo que considera conveniente o hasta jurídicamente correcto el jefe del Estado.

De ahí la gravedad de las agresiones de las que ha sido víctima la Corte Suprema de Justicia por parte de Álvaro Uribe Vélez, quien, además, ha usado los medios de comunicación para amenazar a los magistrados con una especie de linchamiento por parte de lo que él considera la “opinión pública”. Y, para imponerse sobre todos los colombianos, el Presidente también ha vilipendiado a los periodistas que se atreven a contradecirlo.

Si las descaradas presiones de Uribe contra la Corte ya son de por sí malas porque se inspiran en una concepción antidemocrática del funcionamiento del Estado, su posición se agrava dado que ella tiene como primera causa –sin duda alguna, y así intenten simular otras razones– que la Corte no ha interpretado la Constitución de la manera que quiere el Presidente para poder sacar de las cárceles con penas menores a los parapolíticos presos, propósito que él mismo ha confesado y al que le ha dedicado varios intentos conocidos.

Y para empeorar las cosas, esta acción bárbara de Uribe contra la Corte Suprema de Justicia no se dirige contra cualquier Corte. Se enfila contra la que se ha jugado a fondo, con cuánto valor civil, para desentrañar nada menos que las relaciones entre el paramilitarismo y muchos de los miembros de la cúpula política nacional, actos que en otro país generarían la gratitud y el entusiasta respaldo del jefe del Estado. ¿No es el colmo de los colmos que se emplee el enorme poder presidencial para desacreditar a esa Corte? ¿No es obvio a quiénes beneficia ese desprestigio? ¿No resalta la coincidencia entre estos hechos y el desfile de los parapolíticos sindicados hacia la Fiscalía, cuando el nombramiento del fiscal Iguarán por el uribismo en el Senado –luego de haber sido viceministro de Justicia de Uribe– constituyó una flagrante violación del espíritu de la separación de los poderes?

Las iras de Uribe contra la Corte tampoco pueden ser ajenas a las decisiones con que esta se ha ganado tanta admiración entre otros en Colombia y en el exterior. Porque de los quince congresistas presos o prófugos, catorce son uribistas, y de la misma filiación son los restantes parapolíticos llamados a indagatoria o declarar por dicha magistratura.

Quien mire con objetividad estos sucesos y la conducta de Uribe tendrá que aceptar que es de ellos y de otros del mismo tenor de donde dimana su notable descrédito en el exterior, desprestigio que acaba de confirmarse de dos nuevas e importantes maneras. Nada menos que The New York Times, en editorial del 8 de octubre pasado, pidió que Estados Unidos apruebe el TLC con Perú pero no con Colombia, porque “El presidente Álvaro Uribe y su gobierno no han hecho lo suficiente para enjuiciar” a los paramilitares “y a sus promotores políticos”. “Frenar la ratificación –concluye– puede utilizarse como una palanca para cambiar la conducta del señor Uribe”. Y el falso positivo que, a manera de cortina de humo, recientemente le montó Juan Manuel Santos a Carlos Gaviria pretendió taparles a los colombianos que ese día, el 27 de septiembre de 2007, más de 150 miembros de la cúpula del partido laborista inglés (entre ellos el alcalde de Londres) publicaron un aviso pidiéndole a su gobierno suspender “toda asistencia militar” a Colombia, hasta cuando el gobierno cambie su conducta sobre las violaciones de los derechos humanos en el país.