Jorge Enrique Robledo
Bogotá, octubre 10 de 2014
Es viejo el debate sobre cuál debe ser el modelo agropecuario de un país: que si producción campesina e indígena, que si empresarial con obreros agrícolas, que si más o menos tecnificada, que si con el agro arrinconado o no por la competencia internacional, que si con mayores o menores subsidios, que si solo con empresarios monopolistas y extranjeros, que si con campesinos libres o como aparceros del siglo XXI… El Polo propone un modelo de tipo dual, de indígenas y campesinos libres, por un lado, y empresarios y obreros agrícolas con derechos laborales, por el otro, con la protección estatal necesaria para garantizar que en Colombia exista un agro fuerte, en el que les vaya bien a todos sus sectores, así se irriten Estados Unidos y todos los que buscan reducirlo al mínimo para obligarnos a importar sus productos, compras que ya van en diez millones de toneladas de productos del campo que pueden producirse en el país.
En estas controversias nadie negará, por lo menos en público, que el peor modelo agropecuario que pueda existir es el que no utiliza la tierra para producir bienes agrícolas y pecuarios. Porque si al suelo rural no se le saca todo su potencial productivo, se pierde una palanca irremplazable para la generación de riqueza, ingresos y empleos, así como para el logro de un mercado interno fuerte, que jalone la industria, el agro y el resto de la economía. Pero en la práctica, que es lo que cuenta, sí existen políticas y prácticas en las que el negocio no consiste en usar la tierra como factor de producción agropecuaria, sino de especulación inmobiliaria. Es decir, para adquirirla y esperar a que se valorice, de manera que al venderla rinda una fuerte ganancia. Es usarla igual que los “lotes de engorde” urbanos, que enriquecen a sus propietarios pero entraban el progreso social.
Y lo peor de esta historia es que en Colombia lo que ha predominado, y más con el libre comercio neoliberal y los TLC, es el suelo rural como “lote de engorde”, según lo comprueba la estadística. En efecto, de los casi 21 millones de hectáreas con vocación agrícola –sin contar la Altillanura– apenas se cultivan 5.3 (http://bit.ly/1xCuyHG), mientras que las restantes se encuentran en ganadería de bajísima productividad, con unas cuantas reses cuya verdadera función consiste en crear la ficción de que la tierra sí se explota adecuadamente, mientras llega la hora de venderla valorizada, y no porque se haya invertido en ella sino porque el simple crecimiento de la población y la inversión pública regional acrecientan su precio y las ganancias. A tanto pueden llegar las utilidades especulativas, que en los últimos diez años la SAC ha reportado valorizaciones de 2.900 por ciento en Puerto Gaitán (2013). Con enriquecimientos así, “qué importa el negocio agrícola o ganadero”, dirán algunos, mientras que otros ironizan sobre lo mucho que estorban sus altos precios: “con estos costos de las fincas, para que las vacas sean rentables tienen que dar leche condensada”.
Dos verdades irrefutables. Es mentira que el agro colombiano no produce más porque no hay tierras cultivables, pues ahí están, en la Costa Norte, las riberas del Magdalena, los altiplanos, etcétera –sin la Altillanura–, 15.7 millones de hectáreas subutilizadas, listas para ser aprovechadas de la mejor manera. Además, la evidencia prueba que las propiedades rurales más grandes no generan, automáticamente, mayor producción. Porque Colombia tiene un Gini de concentración de tierras de .87, uno de los más altos del mundo, y desaprovecha el suelo agrícola. Y esto no cambiará por entregarles las tierras a los extranjeros e imponer haciendas de decenas de miles de hectáreas, abandonando a su suerte y a la quiebra al campesinado y a los empresarios pequeños y medianos. Porque la extranjerización del suelo rural incluye de forma dominante el negocio de usarlo para la especulación inmobiliaria y financiera (http://bit.ly/1vPbQwg).
La Ley Santos-Urrutia-Lizarralde que acaban de presentar no solo no apunta a cambiar el modelo agrario, sino que lo consolida, al “legalizar” las compras ilegales de tierra en la Altillanura y promover aún más su concentración y extranjerización a costa de los campesinos, a quienes busca convertir en nuevos siervos de los intermediarios mediante la fórmula leonina que Indupalma copió de Cargill (http://bit.ly/1yQcEW9), todo bajo el ambiente asfixiante de los TLC, que imponen reemplazar la producción y el trabajo nacionales por los de los extranjeros. Y a propósito de la Altillanura, se necesita frescura para decir que el agro debe irse para esas lejanías tan difíciles de poner en producción porque no hay tierra en el resto de Colombia y para negarle el carácter de especulación inmobiliaria al principal de los negocios que se promueve allí.
Sobre cómo sacar a Colombia de la trampa del actual modelo agropecuario, el peor imaginable, producto de décadas de malas orientaciones, debería promoverse un gran debate y un amplio acuerdo nacional.