Por: Jorge Enrique Robledo
Bastante mal empezó Iván Duque. Porque en vez de actuar como jefe de Estado, aunque no se haya posesionado, lo hace como dirigente de una facción opositora, al usar su poder para paralizar la ley reglamentaria de los procesos de la Justicia Especial de Paz (JEP). El enredo lo armó más por soberbia que por otra razón y aprovechándose de la nueva mayoría duquista en el Senado, conformada por los viejos uribistas y los santistas que se cambiaron de bando. Porque no se origina en una controversia de fondo sobre la ley, a cuyo texto no le han hecho ningún reparo de ese calado, entre otras razones porque en su articulado aparecen las propuestas que durante el trámite hicieron Paloma Valencia y María Fernanda Cabal, congresistas del Centro Democrático, y porque se le pueden hacer otras modificaciones.
Es sabido además que esta ley, por su naturaleza, no se refiere a los asuntos sustantivos del proceso de paz que han suscitado controversias, asuntos que, por lo demás, según lo ha explicado la Corte Constitucional, no podrán modificarse en el transcurso de los tres próximos gobiernos. Algún amigo piadoso debería decirle al Presidente electo que la soberbia es mala consejera y que los uribistas ya le sacaron suficiente jugo a la desmedida oposición que le han hecho al proceso de paz, hasta el punto de servirse de ella para ponerlo en la Casa de Nariño, luego ya pueden, y deben, cambiar la cantinela. ¿O también van a seguir utilizando sofismas para no reconocer que el proceso de paz acabó con las Farc como organización guerrillera y que en Colombia hay bastante menos derramamiento de sangre, viudas, huérfanos y destrucción de la propiedad pública y privada?
En el Polo Democrático, como lo dijimos a lo largo de la campaña y lo reiteramos ahora, no tenemos ninguna expectativa de signo positivo en asuntos de importancia en el gobierno de Iván Duque, porque le conocemos su programa de gobierno, su militancia partidista y su origen político. Y menos con el paso al duquismo-uribismo de tanto jefe y congresista santista, movida que confirma que sí coincidían en casi todo y que sus diferencias solo provenían de la forma de terminar con la lucha armada y principalmente de las necesidades de la lucha partidista por la jefatura del Estado.
La oposición del Polo a Duque será de verdad, como la que les hicimos a Uribe y a Santos y que el país ya conoce, porque ningún oportunismo será capaz de sacarnos de nuestras convicciones sobre lo que consideramos lo mejor para Colombia, criterio que nos orientará en el trámite de las leyes, los debates de control político y la solidaridad con los reclamos democráticos ciudadanos.
Al comentarse sobre la segunda vuelta, surge la pregunta de por qué perdió Petro, cuestión a la que él mismo respondió en Semana (Abr.14.18): “Por la dialéctica del miedo que viene impulsando la campaña de Uribe, a medida que yo crezco, voy arrastrando a Duque (…) es claro que con mi crecimiento lo estoy impulsando”, tendencia que no pudo revertir, hasta sacarle una ventaja considerable, de 2,3 millones de votos. Se confirmó la advertencia de que a Duque solo podía ganarle Fajardo, un candidato por el que estaba dispuesto a votar el altísimo porcentaje del 98 por ciento de los colombianos (!).
Pero a pesar de estas verdades, las barras bravas del candidato vencido decidieron echarnos la culpa del resultado a quienes, ejerciendo un derecho democrático, votamos en blanco, a pesar de que esos sufragios fueron 800 mil, lo que de entrada significa que Duque también le habría ganado de sobra aun si no hubieran existido o se hubieran ido hacia Petro. Y cometieron otro error incluso más grave: durante la campaña fuimos víctimas de todo tipo de agresiones, hasta las más amañadas, mentirosas y canallas, táctica que sin duda terminó por favorecer a Duque, porque al sentido democrático de los colombianos le repugna que se use la violencia verbal para impedir el voto libre.
Y estas notorias equivocaciones, en una de las campañas de peor estilo jamás realizada en Colombia, en buena medida por el pésimo uso de las redes, también llevaron a que, ¡en nombre de la democracia!, se intentara obligarnos a votar como ellos querían, so pena de masacrarnos en internet, como en efecto hicieron y siguen haciendo. El colmo de un disparate que trae los peores recuerdos: ganarse a los electores no persuadiéndolos sino agrediéndolos. Que quienes han prohijado o alcahueteado estas conductas recuerden que el abandono de los principios democráticos en el debate político les trae a las naciones pésimas consecuencias. Ahí está de prueba la historia de Colombia.
Bogotá, 22 de junio de 2018.