Inicio Biblioteca Artículos EL LIBRE COMERCIO Y LA INDUSTRIA EN COLOMBIA (CUATRO ARTICULOS)

EL LIBRE COMERCIO Y LA INDUSTRIA EN COLOMBIA (CUATRO ARTICULOS)

1187

Cuatro artículos publicados en La Patria hace veinte años y que mantienen su vigencia*

Jorge Enrique Robledo Castillo

*Si bien el inicio de la aplicación de la apertura en Colombia –hoy llamada libre comercio– se le debe al gobierno de César Gaviria, fue el de Virgilio Barco el que la determinó en febrero de 1990. Pero el debate sobre el tema venía de antes.

Apertura vs industria nacional (1)

Modernizar sí, pero…

Jorge Enrique Robledo

Manizales, marzo 19 de 1990.

 

Nadie que posea una mínima comprensión de los asuntos de la economía puede estar en contra de que la producción se modernice. El auténtico desarrollo material de una sociedad lo determina la mayor o menor productividad del trabajo, y esta depende del grado de tecnificación de los procesos. Ninguna nación podrá tener un alto nivel de vida si sus productores directos laboran en el artesanado y la manufactura (1). Sin la industrialización, sin la maquinización de las faenas, tanto urbanas como rurales, no se logran generar unos excedentes que permitan una correcta satisfacción de las necesidades básicas de la población, incluidas sus expectativas culturales. Entonces, en términos generales, las bondades de la modernización no tienen discusión.

 

De otra parte, también es fácil conseguir el consenso en torno a que el conjunto de la producción colombiana se caracteriza por su atraso. Todavía una parte inmensa de la agricultura se efectúa con la limitada potencia que permite el trabajo manual, en tanto que muchos de los cultivos mecanizados mantienen productividades inferiores a los de otras latitudes. Y la situación de la economía ciudadana no es mejor. Aún pulula la producción artesanal y manufacturera, y los procesos industriales –en el sentido estricto del término– dejan muchísimo que desear, para no mencionar la casi absoluta ausencia de la llamada “robotización”, que revoluciona la economía en las potencias industriales. Entonces, que hay mucho por modernizar, tampoco admite duda.

 

El punto de debate se ubica en cómo convertir el atraso en cosa del pasado y en cómo enrumbar a Colombia por la senda del progreso, de forma que reduzca y termine por desaparecer la inmensa brecha tecnológica que nos separa de los países desarrollados.

 

Y desde el año pasado, las agencias de crédito internacionales –que tienen, según dicen, la misión de llevar la felicidad hasta el último rincón del planeta– le vienen “recomendando” a Colombia que disminuya la protección de su industria, porque –según estas– de ello provendrá automáticamente la modernización de la economía. Ni más, ni menos.

 

No obstante, prácticamente todos los gremios de la producción, y no pocos analistas independientes, han alertado sobre los enormes riesgos que tendría para el país aceptar las orientaciones de la banca internacional. Y a fe que los llamados de alerta no son exageraciones, pues podemos perder de un plumazo décadas de esfuerzos y sacrificios de toda la nación.

 

El “libre comercio internacional” ha sido el caballito de batalla de todas las potencias desde cuando el capitalismo sentó sus reales en el planeta. Y las razones saltan a la vista. En una competencia “libre”, las mercancías originadas en unos emporios super avanzados desplazan a las de sus atrasados competidores del Tercer Mundo; y allí en donde, por razones especiales, ello no ocurra, pues adiós al “libre comercio”, y las metrópolis protegen a rabiar a sus productores y subsidian con sumas descomunales sus exportaciones.

 

Ningún desinterés respalda sus recetas. Todo se limita a que, en los últimos años, se ha exacerbado la competencia entre Estados Unidos, Europa y el Japón por el control de los mercados del planeta.

 

Colombia debe luchar por modernizarse, pero la tecnificación de sus factorías no provendrá de la simple inundación de las mercaderías foráneas. Para ello es menester, en primer término, resguardar su mercado interno y, sobre esa base, hacer todas las adecuaciones necesarias que le permitan a la industria competir, con posibilidades de éxito, con los magnates del orbe.

 

(1). En este texto no se hacen sinónimos, como se acostumbra en Colombia, manufactura e industria. Se entiende por manufactura el estadio anterior a la industria, cuando la producción masiva propia del capitalismo y del trabajo asalariado todavía no utilizaba las máquinas –la máquina de vapor fue la primera de ellas– que caracterizan a la industrialización propiamente dicha.

 

 

 

Apertura vs industria nacional (2)

“Los malos del paseo”

Jorge Enrique Robledo

Manizales, abril 1 de 1990.

 

Los funcionarios oficiales encargados de ejecutar la apertura económica suelen argumentar, al socaire, como quien no quiere la cosa, que la única alternativa para la modernización de la industria nacional consiste en azotarla con la competencia externa, dado que el proteccionismo aplicado hasta ahora, como política para el desarrollo industrial, ha sido mal utilizado por los empresarios; que estos han abusado de la protección para hacer enormes utilidades; y que el resguardo del mercado interno genera un empresariado poco emprendedor, que se lucra con el estancamiento o con el lentísimo progreso de sus factorías. Los industriales aparecen como “los malos del paseo”.

 

Así, presentan la apertura como una política que no solo permitirá disminuir el costo de la vida, sino que, de paso, les propinará un justo castigo a los responsables del atraso nacional, de los bajos salarios, del desempleo y de las demás lacras que afectan a las mayorías laboriosas. Y esta lógica amañada no debe extrañar en un país en el que no pocos jefes políticos, ministros y presidentes, de vez en cuando, se dan aires de demócratas clavándole su puya, o dándole un auténtico mandoble, a los “ricos del país”, de lo cual sindican a los empresarios del campo y la ciudad.

 

Pero ¿pueden demostrar los acuciosos defensores de las políticas de las agencias internacionales de crédito que la responsabilidad del atraso industrial reside en los empresarios? ¿Son capaces de probar que la industria nacional ha contado con la debida protección? ¿Es Colombia un “paraíso” de los industriales? Y todavía más: ¿son las “clases dominantes” colombianas los productores urbanos y rurales? Aquí sí hay tela de donde cortar, aun cuando cortarla pueda colocar al analista en la picota de una demagogia evidentemente interesada. Veamos:

 

Desde hace muchos años que las barreras arancelarias colocadas para proteger la industria nacional se convirtieron en letra muerta. Ha llegado a tal punto la inundación del contrabando, bajo la mirada complaciente de las autoridades, que en este inmenso sanandresito en el que terminó convertida Colombia se consiguen ¡hasta cigarrillos Pielroja de contrabando! Y si, por el azar, al país ingresan unos dólares de más, no se favorece a la industria, mejor se reducen los impuestos a las mercaderías extranjeras, como ocurrió con la bonanza cafetera de los setentas.

 

Nunca ha existido una auténtica concertación, y de largo plazo, entre empresarios y autoridades estatales. Cada administración decide a su antojo, y en sus cuatro años, lo que debe hacerse con un sector que, por razones obvias, requiere planearse en lapsos prolongados y al que afectan mucho las genialidades del funcionario de turno.

 

No ha habido suficientes líneas de crédito de fomento, con plazos largos y denominadas en pesos, y van varios lustros con tasas de interés del orden del 50 por ciento. Los impuestos para la importación de maquinarias y equipos superan el 40 por ciento de su valor FOB. Y los dólares para importar bienes de capital y materias primas se encarecen a más del 30 por ciento anual.

 

No existen ferrocarriles, los puertos dejan muchísimo que desear y las tarifas de energía eléctrica son de las más altas del mundo. ¡El progreso de la ciencia y la tecnología nunca ha sido prioridad en las políticas del Estado para el sistema educativo!

 

Y para cerrar con broche de oro, el boleteo, la extorsión y el secuestro terminaron convertidos en otro “costo de producción” de la industria nacional.

 

Entonces, se necesita cara dura para decirle a la nación que no debe resguardarse el mercado interno de las mercancías foráneas, porque los industriales abusan de la protección brindada, y que solo queda la receta de la banca internacional como alternativa para el desarrollo del país.

 

 

 

 

Apertura vs industria nacional (3)

Naciones contra empresas

Jorge Enrique Robledo

Manizales, abril 15 de 1990.

“Entonces yo llego a la tesis de que la competencia internacional no es entre industrias ni entre empresas, sino entre naciones, naciones completas, ni siquiera entre economías sino entre naciones”.

(Darío Múnera Arango, presidente de Coltabaco).

 

Algún día, las relaciones de intercambio entre los pueblos de la tierra se harán “en pie de igualdad y para el beneficio recíproco”, tal y como hasta ahora apenas se ha logrado en las declaraciones diplomáticas. Y también algún día se desvanecerán las diferencias nacionales, por lo menos en lo que a sus contradicciones económicas respecta. Pero mientras ello no ocurra, cada nación puede tener intereses diferentes e incluso contrapuestos a los de otros países cercanos o lejanos. Las fronteras, los ejércitos, las leyes, las aduanas y hasta las simples visas que controlan al viajero se encargan de recordarnos que todavía estamos lejos de convertirnos en una auténtica comunidad a escala planetaria, aunque ya se vislumbren pasos en esa dirección. Olvidar las diferencias y antagonismos existentes significa desconocer el abecé de la realidad económica actual y ponerse en la incómoda posición del “camarón que se duerme…”.

 

Ninguna de las naciones colocadas a la vanguardia del progreso técnico ha llegado a ese nivel sin antes asegurar un territorio sobre el cual ejercer la soberanía política y, simultáneamente, garantizar el control económico de su mercado interno, incluso a costa de recurrir, llegado el caso, a sus ejércitos para asegurar el respeto de sus fronteras. Y solo han logrado modernizarse aquellos países en los cuales el proceso de industrialización ha contado con el respaldo de toda una nación, organizada como Estado. Los monopolios internacionales más exitosos han sido llevados de la mano por los gobiernos de sus países, tanto que, en no pocos casos, se han supeditado los intereses nacionales a los de una empresa particular, como lo recuerda aquella frase muchas veces repetida durante la Segunda Guerra Mundial: “Lo que es bueno para la General Motors es bueno para Estados Unidos”.

 

Todo, absolutamente todo, en las potencias está diseñado para que sus empresas prosperen. Subsidios, aranceles, prohibiciones, tasas de interés, devaluación, infraestructura, inflación, diplomacia, educación, fuerzas armadas, etc., etc., apuntan a garantizar el éxito de los negocios de sus naciones.

 

El grado de apertura del comercio exterior de las metrópolis se supedita, única y exclusivamente, a los intereses de sus coterráneos. Sus legislaciones al respecto no permiten que, en términos generales, se vulnere el interés patrio que, en este caso, se asimila con el empresarial. La soberanía política les sirve para asegurar el control económico de su mercado interno, y para salir con todo el vigor a apoderarse de los mercados de las naciones que se lo permitan. Con esta lógica, se protegen en aquellos sectores en los que padecen de alguna debilidad, y “recomiendan” la apertura de los mercados de las demás naciones en aquellos renglones en los que son competitivas. Para eso deciden sobre sus propias legislaciones, y deciden –o lo intentan– sobre las legislaciones de los otros países.

 

La realidad es que las empresas colombianas sí compiten contra poderosas naciones. Y si en el país no se pone también a la nación como respaldo de la actividad empresarial, poco o nada podrá hacerse frente a la competencia internacional. En las actuales condiciones, aceptar la apertura que exige la banca internacional significa renunciar a una serie de prerrogativas económicas que se derivan, única y exclusivamente, del pleno ejercicio de nuestra soberanía política, es decir, significa olvidar que los Estados nacionales fueron precisamente creados para propiciar y proteger el desarrollo económico.

 

 

 

Una receta contraindicada

Jorge Enrique Robledo

Manizales, 27 de abril de 1989.

 

Imposible sustraerse a la invitación del Doctor Samuel Hoyos Arango, en el editorial de La Patria del 17 de abril pasado, para que la ciudadanía debata las últimas recomendaciones del Banco Mundial sobre el comercio exterior colombiano. Es tanto lo que está en juego que, como él lo afirma, la discusión no debe “limitarse a las autoridades gubernamentales”. Ya el decano de la Facultad de Economía de la Universidad de los Andes, Eduardo Sarmiento Palacio, calificó la política como de “salto al vacío”, al tiempo que el mismo Dr. Hoyos la señaló como una “propuesta tan atractiva como peligrosa”. Y el exministro Antonio Álvarez afirma al respecto: “Hay veces en que es necesario decir no, amistosamente, cordialmente, pero con una buena dosis de firmeza”.

 

En resumen, y según publicación del diario La República, el Banco Mundial aboga por eliminar las licencias de importación y los subsidios a las exportaciones, mientras le concede a la tasa de cambio el poder “principal” para proteger la industria nacional de la competencia externa y para penetrar con sus mercancías en los mercados extranjeros. En palabras de Sarmiento Palacio, “se trata de un nuevo intento de desmontar la protección para someter la economía a la competencia internacional”.

 

Nadie discute los aspectos positivos de los negocios entre las naciones. Resultan obvios los problemas de los desarrollos autárquicos. Pero sí pueden debatirse las características del intercambio y, sobre todo, cómo lograr que este garantice el beneficio recíproco, base inmejorable de cualquier relación internacional. Y el beneficio recíproco no debe orientarse por unas supuestas conveniencias inmediatas, sino que debe guiarse por los intereses estratégicos del conjunto de la sociedad. Poco lograríamos si, por ofrecerle al consumidor unas mercancías hoy más baratas, se sacrificara el actual desarrollo industrial y agropecuario y la creación de una base material completa que permita, en el futuro, romper nuestra exagerada dependencia de la importación de bienes y servicios.

 

De acuerdo con lo anterior, hay que preguntarse: ¿sin una adecuada protección, sobreviviría la actividad agroindustrial a la competencia de los productos foráneos? ¿Debe renunciarse abiertamente a los subsidios como un mecanismo para penetrar en los mercados extranjeros?

 

En los dos casos habría que responder negativamente. Son tan abismales las diferencias de productividad del trabajo entre las potencias industriales y los países como el nuestro, que el libre movimiento de las mercancías puede desbarajustar la economía nacional. Pero, además, se sabe que la “libertad de comercio” que pregonan los países desarrollados termina ahí en donde les conviene a sus particulares intereses. Dos ejemplos ilustran la situación: un estudio realizado para Fenalce indica que los subsidios a los productos agrícolas de las potencias occidentales se acercan a la astronómica suma de ¡cien millones de dólares! Y Fedesarrollo explicó, en su libro Economía cafetera colombiana, que “el incremento de exportaciones de café procesado podría llegar a ser motivo para medidas discriminatorias”, de acuerdo con la Ley de Comercio norteamericana.

 

Aquí no caben ilusiones. Quien no defienda lo suyo corre el riesgo de perderlo todo. La historia de los países que lograron superar el atraso es, en buena medida, la historia de cómo se aseguraron –de una u otra manera– su mercado interno. Nadie puede soñar siquiera con el ingreso en los mercados mundiales si primero no se garantiza la posesión del suyo. La cosa es al revés de como propone el Banco: Colombia no padece por el proteccionismo sino por su carencia. Los industriales del campo y la ciudad han debido desarrollar su casi quijotesca labor mientras observan cómo las mercancías importadas y el contrabando les saquean el mercado. Las demasías proteccionistas –si existieren– deben atenderse cuidadosamente pero sin arriesgar lo que se ha conseguido. Es de orates destruir la riqueza creada.