Jorge Enrique Robledo Castillo
Contra la Corriente
Manizales, octubre 30 de 1995
Una de las cosas que m s impresiona a quienes nos tocó en suerte aprender a apreciar a la capital de Caldas ya adultos, es lo mucho que aquí se habla del “amor a Manizales”. No hay dirigente, o quien aspire a serlo, que no les cuente a quienes lo leen o escuchan que todo lo que él hace se debe a lo mucho que quiere a Manizales. Inclusive, ha ocurrido que hasta se descalifica a los contradictores por el simple hecho de no haber nacido aquí, dado que, entonces, esos manizaleños de segunda clase no pueden querer suficientemente a la ciudad.
De ahí que también llamen tanto la atención los muchos destrozos cometidos contra la m s sobresaliente cualidad de la ciudad, sus valores paisajísticos y arquitectónicos, por causa de la acción o de la omisión de muchos de sus m s fervorosos enamorados.
En un cuestionamiento que no pretende ser exhaustivo, ¿por qu‚, en medio de tanto amor, se tumbaron la vieja alcaldía, el antiguo colegio Santa Inés y la iglesia del barrio San José y por qué no se intentó salvar el anterior Palacio Nacional, se permitió demoler el Teatro Olympia y se volvieron cruces viales o parqueaderos los parques de Los Fundadores, Olaya Herrera, Alfonso López y Liborio Gutiérrez? ¿Quién explica la indiferencia oficial que acompañó el arrasamiento de Versalles y el deterioro del Centro Histórico de la ciudad, un área que, de haberse preservado intacta, hoy podría hacer parte del patrimonio de la humanidad? Además, ¿qué decir del permiso otorgado para convertir el Parque de Caldas en el acceso de un edificio privado, y a través de un puente de formas ordinarias que estorba en dos de las mejores vistas de la catedral y de la Iglesia de la Inmaculada? ¿Y cómo explicar que se autorizara edificar entre el Parque del Observatorio y el Nevado del Ruiz, lesionando una vista sin igual?
Entonces, no es raro que hubiera tocado apelar a funcionarios bogotanos para poder proteger lo que queda del patrimonio arquitectónico de la ciudad. Pero llama la atención que ninguna autoridad local -ni siquiera las que tienen como deber estimular el turismo- haya introducido en su amoroso discurso siquiera una palabra sobre la declaratoria como Monumento Nacional de cerca de 170 edificaciones del centro de la ciudad, un auténtico honor que coloca a Manizales en una situación especialísima que debiera proclamarse -y aprovecharse- con orgullo.
Ante este panorama desolador, es apenas obvio que ningún funcionario se hubiera esforzado por definir algo bien posible: conciliar la suerte del túnel de la antigua Estación del Ferrocarril, con la intersección vial que desean levantar allí.
Si bien sobre los misterios del amor nadie ha dicho la última palabra, no deja de ser curioso que algunos de los más furibundos enamorados de Manizales insistan en que es por lo mucho que la quieren, que desean que desaparezcan casi todos los rasgos que la diferencian de otras muchas urbes anodinas; que lo que ocurre es que la aman tanto, que la desean toda nuevecita; que en su adoración por ella, no descansarán hasta que quede idéntica a Pereira, Ibagué o Villavicencio.
Sin duda alguna, no resiste análisis afirmar que se quiere lo que no se aprecia en las características que lo enaltecen, como alegan aquellos que todavía -¡a pesar de los progresos culturales sobre estos temas a un lustro del Siglo XXI!- apenas ven en la hermosa ciudad de ayer un estorbo para la creación de lotes edificables o para el trazado de nuevas vías que atiendan una cierta congestión vehicular que tampoco se ataca en sus causas fundamentales, como si el auténtico progreso no debiera incluir el respeto por los valores del pasado.