Hace unas semanas, en esta columna expresé mi preocupación porque las largas colas para tramitar pasaportes en el ministerio de Relaciones Exteriores no fueran por ineficiencia burocrática, sino porque aumentaban los decididos a irse a buscar trabajo a otros países. Lamentablemente, por lo dañino para Colombia, eso es lo que está sucediendo.
Entre octubre de 2021 y el 22 de marzo pasado, y con el propósito de echarlos por intentar ingresar ilegalmente, las autoridades de norteamericanas detuvieron a 40 mil colombianos en la frontera con México. Y si se comparan los meses de octubre de 2019 y marzo de 2022, el incremento de los colombianos detenidos aumentó en 36 mil por ciento, al pasar de 41 a 15.144 (https://bit.ly/3ylU3ok)
Y ahí no se contabilizan los compatriotas que tuvieron éxito en entrar por “el hueco” a Estados Unidos ni los que ingresaron por vía aérea y con visa de estudio o turismo, pero para quedarse a trabajar ilegalmente allá, incluso al costo de las precarias condiciones laborales que les imponen la “falta de papeles”.
En una ocasión que puse como prueba del fracaso de la economía nacional que los colombianos en el exterior aumentaron de 893 mil a cinco millones desde 1995 –Consenso de Whashington: apertura, privatizaciones, neoliberalismo, TLC–, alguien puso en duda que fuera malo para Colombia que se fueran tantos porque, señaló, ahí estaban las “remesas”, los dineros que esos expulsados les giran a sus familias en Colombia: 8.600 millones de dólares en 2021, con un promedio de 1.719 dólares por girador.
No cuestiono la generosidad de esos giros ni que les sirven a sus familias. Pero sí señalo que es más lo que pierde Colombia, como país. Y la prueba es sencilla: en promedio, cada uno de los miembros de la fuerza laboral colombiana –24,7 millones– crea 12.700 dólares de riqueza al año (2021), siete veces más que la remesa promedio. Luego es obvio que por esta y otras razones –la menor demanda de bienes aquí y la dolorosa desintegración de las familias con sus dañinos impactos sociales, por ejemplo–, yerra quien piense que gana más Colombia expulsando a sus trabajadores que empleándolos aquí.
Otra prueba de dónde reside la verdad sobre este caso la aporta la inmigración hacia Estados Unidos y la Unión Europea, históricamente grandes receptores de extranjeros. En EEUU laboran 44,7 millones que no nacieron allá, el 30,5 por ciento de sus trabajadores, llamados población activa. Y en la Unión Europea son 37 millones –el 10,9 por ciento del total–, cifras que demuestran que sus gobiernos, aunque impongan restricciones, son partidarios de que les lleguen muchos extranjeros a generar riqueza y además a consumir, promoviendo la creación de nuevos empleos y riquezas.
Aunque hay otros factores determinantes, no es casual entonces que los países exitosos reciban trabajadores, y a título gratuito, en tanto los fracasados –de América latina, Asia y África– los expulsan. Y se les despachan gratis porque los expulsados les llegan en edad productiva y luego de que sus países asumieran los costos de criarlos, educarlos y hasta costearles los pasajes y mandárselos con algunos ahorros. Algún economista debería calcular en cuánto subsidiamos por esta vía a los excluyentes ganadores de la globalización neoliberal.
Si un hecho tan negativo como este no es tema de debate nacional –porque todo progreso tiene origen en el trabajo y porque también daña que envejezca el promedio de la población residente–, obedece a que los gobernantes nos imponen de qué se habla y de qué no, porque, demagogias aparte, no están por el auténtico desarrollo nacional.
No puede ser más perverso el círculo vicioso de globalización neoliberal. Porque, de una parte, los países poderosos imponen tratados que destruyen y anquilosan economías como la de Colombia, expulsando millones de trabajadores, y, de la otra, los expulsados trabajan y generan riqueza allá, ganando salarios que además en parte se convierten en remesas que financian mayores importaciones de bienes que podríamos producir aquí, provocando más subdesarrollo y más desempleo y nuevos echados del país.
Bogotá, 25 de junio de 2022.