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NO ABANDONAR LOS PRINCIPIOS

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Jorge Enrique Robledo Castillo

Contra la Corriente

Manizales, julio 14 de 1996.

Como millones de colombianos, he seguido con atención la trayectoria de Ernesto Samper, y nunca me gustó. Porque su supuesta “sensibilidad social y amor al país” nunca pasó de ser una postura demagógica con la que hablaba sobre los efectos del subdesarrollo nacional, en tanto guardaba silencio cómplice sobre sus causas. Obviamente, no voté por él, y no tengo nada que defenderle a su obra de gobierno, esa copia idéntica del neoliberalismo gavirista, a la cual le colocó un emplasto de palabrería sobre “la gente”, también dictado por el Banco Mundial. Y tampoco he compartido la actitud fundamental con la que el gobierno ha respondido a la crisis política.

 

De otro lado, soy un convencido de que el delito debe ser perseguido en todas sus manifestaciones y en todos sus niveles, aun mediante acuerdos internacionales. Estoy seguro de que el narcotráfico nada bueno le ha traído ni le traerá a Colombia. No tengo duda de que la corrupción de la droga, y la común y corriente, permeó la vida política, social y económica del país. Y ni siquiera soy de los que creen que en la legalización del consumo de los narcóticos se encuentre la solución a ese problema. Además, como no he votado por ninguno de los presidentes que ha tenido Colombia, carezco de responsabilidad por lo que pasa.

 

Entonces, ¿tengo derecho a proponer cualquier cosa para modificar el evidente desastre de la orientación nacional? ¿Puedo apelar a todo procedimiento para sacar adelante mis puntos de vista? Es más, ¿puedo unirme con quien sea, por turbios que sean sus propósitos y sus métodos, para lograr que mis argumentos venzan? ¿La oposición no debe ejercerse dentro de precisos principios patrióticos y democráticos? ¿Parte importante de la desgracia del país no consiste en que hay quienes, convencidos de sus razones, se sienten con el derecho de hacer contra sus contradictores lo que les venga en gana, incluido secuestrarlos y matarlos?

 

Las anteriores reflexiones tienen que ver, como es de suponer, con la descarada intromisión de la Casa Blanca en los asuntos internos de Colombia y con el hecho, a mi juicio más grave aún, de colombianos que justifican y hasta aúpan esa agresión, prevalidos del discurso de que “con tal de tumbar a Samper…”, al tiempo que se abrazan con fanatismo a una actitud moralista de suyo insostenible: no importan las leyes, no importan los fallos, no importan las normas internacionales, no importa la democracia, no importa nada, ni siquiera la soberanía nacional.

 

Y al colombiano que no le importe la soberanía debe agradecer no haber nacido en Estados Unidos o en otro de los países desarrollados, porque en ellos sí se somete al ostracismo a quien se atreva a supeditar el interés nacional a cualquier otro interés. No van donde van, propiamente, porque los tengan sin cuidado las prerrogativas que les proporcionan el absoluto control de su territorio y de sus orientaciones políticas, económicas y sociales. Es tanta la importancia que le dan a lo nacional, que en su nombre hasta agreden a las naciones que se lo permiten. Sin importar que cuentos se inventen los neoliberales, las teorías que hablan de la caducidad de las soberanías sólo son manipulaciones ideológicas que apuntan contra las de los países atrasados.

 

No fue por idiotas que nuestros antepasados liberaron a lo que hoy es Colombia del yugo español. Sin ese paso decisivo, nada tendríamos. Y no es de idiotas aspirar ahora a una patria auténticamente soberana. El fin de todas las lacras que afectan a esta sociedad -incluida la corrupción- tiene como condición necesaria la garantía de la autodeterminación nacional.